Al despertar
Cuando atravesó la frontera de la inconsciencia aún tardó un par de segundos en darse cuenta de que estaba despierto. Dicha frontera siempre le era difusa y nunca había conseguido delimitarla correctamente pero ahora, además, notaba la cabeza embotada de resaca, de alcohol, alguna que otra droga y muchos, muchos golpes como para intentarlo siquiera. De hecho, recordaba que habían sido tantos que había perdido la cuenta cuando el quinto le golpeó en la sien, le nubló la vista, le hizo tambalearse y precipitarse al suelo y le dejó la cara pegajosa de su propia sangre. El golpe, según creía, no había sido precisamente con la mano.
Intentó dirigir la suya hasta allá para palpar la gravedad de los daños pero apenas consiguió levantar el brazo un par de milímetros antes de que el cansancio le venciera y lo dejara caer, como inerte, sobre el suelo embarrado y la frondosa capa de nieve, allá donde decidiera dejarse morir… ¿Cuándo? ¿Hacía horas, días, semanas? Había perdido la noción del tiempo.
Abrió los ojos y parpadeó un par de veces hasta que su vista se aclaró. La luz lo deslumbró, cosa harto extraña dado que recordaba haber acabado debajo de un puente (literalmente) y Moscú nunca se había caracterizado por días luminosos en pleno invierno. Pero cuando entornó los ojos y consiguió enfocar la vista, consiguió darse cuenta de que no estaba allá donde cayera, donde lo dejaran tirado esa panda de matones después de darle la paliza de su vida, más por piedad que por otra cosa y exclusivamente por el estridente sonido de la sirena de un coche policial por los alrededores. Estaba seguro de que de no haber sido por ese pitido infernal, a esas alturas estaría más que muerto.
Se humedeció los labios con la lengua y se incorporó hasta quedar sentado con evidente dificultad. El dolor que sintió en el hombro izquierdo y en el costado del mismo lado le cortó la respiración y por un instante no supo si dejarse caer de nuevo o encogerse sobre sí mismo a esperar a que esa incómoda sensación remitiese, si es que lo hacía. Optó por lo segundo y, después de meses que consideraba totalmente en su contra, la suerte acabó sonriéndole: con el paso del tiempo, el dolor punzante se transformó en una quemazón permanente y continua pero al menos ya no era dolor. Suspiró y se obligó a centrarse de nuevo en lo que le rodeaba.
Si no estaba debajo de un puente, debía estar en otro sitio (verdad indiscutible de la que su cerebro se sintió orgulloso a pesar de ser tan sumamente obvia). La cuestión era dónde. Y aún tardó un par de segundos en poder responder fielmente a esa pregunta porque el asombro, de pronto, hizo acto de presencia.
Dónde era una habitación de paredes desconchadas, con una pintura beige demasiado ajada por el tiempo como para no parecer medio grisácea. No tenía muebles salvo el que él mismo ocupaba, que resultó ser una cama con más de un muelle suelto que sonaba con cada mínimo movimiento que hacía pero que al menos tenía sábanas blancas que olían a limpio. Las rozó con la mano sana y fue en ese momento cuando vio que estaba medio desnudo y con numerosos vendajes por todo el cuerpo. De hecho, tenía uno en la cabeza porque el ojo derecho no podía abrirlo del todo. También tenía el brazo izquierdo en cabestrillo y una venda ancha que le cruzaba el torso en diagonal de un lado al otro.
Frunció el ceño (lo intentó, más bien), y se quitó las mantas de encima de las piernas para comprobar todas las curas que se le habían realizado y hubo de admitir con cierto aire crítico que, si bien algo toscos, los vendajes cumplían a la perfección con la función de inmovilización para la que habían sido usados. Tampoco había que ser, por tanto, demasiado listo para saber que tenía más de una posible fisura ósea.
Se mordió el labio inferior en un gesto típicamente suyo cuando estaba nervioso y acabó sacando las piernas de la cama. El azote del frío le dolió más que el cansancio del cuerpo pero justo cuando pensaba volver a meterse entre las sábanas, el estruendo de cristales rotos llegó a sus oídos con tanta claridad que se sobresaltó.
—Pero qué…
Después llegó la voz.
* * * * *
El salón estaba envuelto en sombras que incitaban al sueño. No debía ser la habitación más cálida del apartamento porque había un par de ventanas que no cerraban del todo y daba a un pequeño balcón sin barandilla que tampoco cerraba del todo, pero era bastante amplio y de ambiente agradable. Tenía moqueta de colores claros y desgastados de la que podía preverse que estuviera llena de polvo, pero cuando puso el primer pie —descalzo— sobre ella, no salió ni una mísera mota de suciedad. El mobiliario era escaso pero el sofá era lo suficientemente grande como para abarcar a tres o cuatro personas. Estaba cojo, pero eso no se podía saber a simple vista.
Las paredes eran blancas y de ellas no colgaba ni un cuadro. El revestimiento del que gozaban todos los edificios en Moscú quedaba al descubierto en algunas zonas, pero la pintura se veía más resistente que la del dormitorio que acababa de dejar a su espalda. En el techo había un recalo; probablemente el baño estaría a mano izquierda. Aún quedaban algunos restos de papel pintado.
—…You start to freeze as horror looks you right between the eyes!!!
La voz volvió a sobresaltarlo. Venía de la derecha, de donde entraba la luz, de donde no podía esperarse que estuviera nadie so pena de morir congelado. Entonces, lo vio.
En el balcón sin barandilla, con una camiseta de tirantes demasiado ajustada y unos bóxers que dejaban poco para la imaginación, con un palo de golf en las manos, una figura que parecía a punto de precipitarse al vacío cantaba a voz en grito:
--You’re paralyzed… ‘Cos this is thriller!! Thriller night!! And no one’s gonna save you from the beast about strike, you know it’s thriller…!!
Si Michael Jackson levantara la cabeza de su tumba, caería fulminado al instante. Escuchar cómo uno de sus mayores éxitos era destrozado de aquella horripilante y esperpéntica forma requería demasiada sangre fría y una fuerza de voluntad descomunal. Probablemente, al escucharlo más de diez segundos, nadie en su sano juicio tendría ninguna de las dos. Si lo hacía, debía ser sordo a la fuerza.
—…thriller night!! You’re fighting for your live inside a killer, thriller tonight!!
A su favor había que decir que, salvando las palabras, ese cuerpo fibroso y medio desnudo se movía exquisita y deliciosamente bien. La camiseta blanca tan ajustada le resaltaba unos abdominales perfectos, tensos por el movimiento y dejaba al descubierto unas clavículas bien formadas y viriles, dignas de ser besadas. Sus piernas, flexionadas para favorecer ese vaivén de caderas endiabladamente seductor, no tenían ni un gramo de grasa y los gestos de sus manos eran tan ágiles y fluidos que parecían de agua. Daban paso a los brazos, los brazos al torso, el torso a las piernas, y todo él parecía de gelatina. En general, ese baile tenía poco que envidiar al original, y aunque en más de una ocasión se acercó tanto al borde que resultó un milagro que no perdiera pie, sus pasos siempre eran los correctos para imaginar que el mismísimo y famosísimo cantante del siglo pasado se había personado en mitad de una casa a medio derruir de a saber qué barrio marginal moscovita. El palo de golf no terminaba de encajar hasta que una pequeña bola blanca, desapercibida hasta ese momento, fue golpeada con estridencia y acabó estrellándose en una ventana del edificio de enfrente. Otro chasquido seco y más cristales rotos precipitándose edificio abajo.
Y entonces…
--Oh, sí, baby, sí, oh, yeah, baby, thriller night… ¡¡HostiaputamecagoenDios!! ¡¿Qué haces ahí parado como un tentetieso?! ¡¿Quieres matarme del susto o qué?!
Había que reconocer que era para asustarse. Por ambas partes. El muchacho envuelto en la manta con la que había estado arropado en aquel cuarto deslucido, estaba tan pálido que parecía una aparición mariana. El del balcón, pálido también por el susto recién recibido, con los ojos almendrados tremendamente abiertos y sujetando el palo de golf a modo de arma contundente, no le seguía de lejos.
Se estudiaron en silencio un par de segundos hasta que fue él, el aspirante —fracasado— a cantante, quien rompió el hielo al irrumpir en la habitación como alma que lleva el diablo, con el palo de golf al hombro y un sencillo “Cojones, qué frío” en los labios, para dejarse caer en el sofá con la naturalidad que da la serena y total confianza en uno mismo.
— ¿Cómo te llamas? —preguntó, y fue la manera tan directa de actuar la que dejó plantado en su sitio al otro chico, que se limitó a mirarlo a falta de hacer otra cosa. A fin de cuentas, el asiático (sus rasgos no dejaban lugar a la duda) seguía en ropa interior—: Has estado a punto de morirte allí fuera, ¿sabes? ¿Qué demonios te pasó? Esperábamos que aún tardases más en despertar.
—Eh… ¿Es…perábamos?
—Como siempre, Woo, haces demasiadas preguntas al mismo tiempo.
El joven envuelto en la manta no supo de dónde vino la voz hasta que miró a su frente. Allí, acodado en una pequeña puerta que presupuso sería la cocina, había otro muchacho. Su cabello tenía un extraño color grisáceo y lo miraba fijamente con unos ojos que por momentos se hacían casi transparentes. Era tanta la insistencia de esa mirada que parecía imposible que no se hubiera percatado antes de su presencia allí. Tal vez habría salido de la puerta en la que se apoyaba, pero por la tranquilidad con la que mantenía una taza humeante entre las manos y junto a sus labios, daba la impresión de que había tenido un tiempo excesivo para estudiarle y examinarle en silencio. Como un cazador antes de abalanzarse sobre una presa indefensa.
Dónde demonios estoy.
— ¿Cómo te llamas?
Las palabras sonaron huecas, vacías. Al hablar, ni siquiera se retiró la taza de los labios. El contenido, fuera lo que fuese, debía estar hirviendo porque incluso desde donde estaba, aún anclado al suelo y con la manta sobre los hombros, veía ascender el humo. Frunció el ceño.
—Va… Ivan. Me llamo Ivan.
No hubo afirmación, ni negación. No hubo nada. Los ojos malvas del extraño joven tan sólo parpadearon antes de dar otro sorbo a la taza, antes de empezar a moverse como si no rozara el suelo con los pies, sin hacer el más mínimo ruido. Pasó junto a él sin mirarle, junto al asiático sin girarse, y se adentró en el pasillo del que acababa de salir el desconocido: Ivan, ahora, para los amigos. Ni siquiera respondió a la presentación.
—Me llamo Park Hyun Woo, pero todos por aquí me llaman Woo. —El coreano volvió a la realidad al hasta ahora desconocido. Después de la partida del joven de pelo gris, el ambiente se había enrarecido—: Pronunciado Wu. Aunque puedes decirlo como quieras porque me he acostumbrado a ignoraros a todos. —Sonrió. Y por Dios, qué sonrisa más preciosa tenía. Perfecta, grande y amplia. Iluminaba cada resquicio de la sombría habitación—: Y el que se ha ido es el simpático y siempre sonriente Ginis. Espero que no hayas aprendido de él eso de moverte sin hacer ruido, Ivan.
—Vanya.
— ¿Cómo?
—Me llaman Vanya.
—Es la forma cariñosa de llamarte, ¿no?
—La… coloquial, más bien.
—Así que me das permiso para ser coloquial contigo, ¿hum? Luego no te arrepientas.
—…
— ¿Puedes decirme por qué has decidido vestirte de mártir, Vanya? Casi me matas del susto y eso que creí que con Ginis ya me había curado de espanto. Tenéis la asombrosa capacidad de aparecer cuando menos se os espera.
— ¿Dónde estamos? Yo… no recuerdo…
—Te dieron una buena paliza, chaval. Cuando te encontré debajo de ese puente, creí que eras un cadáver y pasé de largo. Pero tenías unos ojos demasiado bonitos como para dejar que te los comieran las ratas, si es que este mierdoso frío no las había matado a todas por congelación, ¿no? Y pensé que cuando toda aquella inflamación que te había deformado la cara desapareciera, encontraría algo digno de verse. No me equivoqué. Aunque tu atuendo no sea nada sexy, Vanya. ¿Quieres tomar algo?
Qué está haciendo este tío.
—Eh… no, bueno, yo… tendría que irme y…
— ¿Tienes adonde ir?
— ¿Cómo? ¿Por qué…?
—Eres nuevo por aquí, ¿verdad? Nadie en su sano juicio, y menos un niñito pijo como tú, se habría metido en este barrio de mala muerte a por un par de vodkas, joder. ¿Querías que te mataran? Porque lo estabas pidiendo a gritos.
—Tuve una mala noche.
— ¿Me lo juras? Casi recojo tus restos con una pala. La próxima vez que pienses en el suicidio, salta al Moskova. Hazte ese favor a ti mismo.
Sonrió. Y, por Dios, que Vanya sintió que el corazón le daba un vuelco.
Qué demonios me pasa.
—Quédate. Hasta que estés bien. Y no acepto un no por respuesta. ¿Café o té? Hoy estamos abstemios.
Eligió té.
Pero, como supuso desde el mismo momento en que siguió al asiático a la cocina, mientras miraba a su espalda para comprobar que el llamado Ginis estaba en mitad del pasillo mirándoles, jamás llegó a abandonar esa casa.
Intentó dirigir la suya hasta allá para palpar la gravedad de los daños pero apenas consiguió levantar el brazo un par de milímetros antes de que el cansancio le venciera y lo dejara caer, como inerte, sobre el suelo embarrado y la frondosa capa de nieve, allá donde decidiera dejarse morir… ¿Cuándo? ¿Hacía horas, días, semanas? Había perdido la noción del tiempo.
Abrió los ojos y parpadeó un par de veces hasta que su vista se aclaró. La luz lo deslumbró, cosa harto extraña dado que recordaba haber acabado debajo de un puente (literalmente) y Moscú nunca se había caracterizado por días luminosos en pleno invierno. Pero cuando entornó los ojos y consiguió enfocar la vista, consiguió darse cuenta de que no estaba allá donde cayera, donde lo dejaran tirado esa panda de matones después de darle la paliza de su vida, más por piedad que por otra cosa y exclusivamente por el estridente sonido de la sirena de un coche policial por los alrededores. Estaba seguro de que de no haber sido por ese pitido infernal, a esas alturas estaría más que muerto.
Se humedeció los labios con la lengua y se incorporó hasta quedar sentado con evidente dificultad. El dolor que sintió en el hombro izquierdo y en el costado del mismo lado le cortó la respiración y por un instante no supo si dejarse caer de nuevo o encogerse sobre sí mismo a esperar a que esa incómoda sensación remitiese, si es que lo hacía. Optó por lo segundo y, después de meses que consideraba totalmente en su contra, la suerte acabó sonriéndole: con el paso del tiempo, el dolor punzante se transformó en una quemazón permanente y continua pero al menos ya no era dolor. Suspiró y se obligó a centrarse de nuevo en lo que le rodeaba.
Si no estaba debajo de un puente, debía estar en otro sitio (verdad indiscutible de la que su cerebro se sintió orgulloso a pesar de ser tan sumamente obvia). La cuestión era dónde. Y aún tardó un par de segundos en poder responder fielmente a esa pregunta porque el asombro, de pronto, hizo acto de presencia.
Dónde era una habitación de paredes desconchadas, con una pintura beige demasiado ajada por el tiempo como para no parecer medio grisácea. No tenía muebles salvo el que él mismo ocupaba, que resultó ser una cama con más de un muelle suelto que sonaba con cada mínimo movimiento que hacía pero que al menos tenía sábanas blancas que olían a limpio. Las rozó con la mano sana y fue en ese momento cuando vio que estaba medio desnudo y con numerosos vendajes por todo el cuerpo. De hecho, tenía uno en la cabeza porque el ojo derecho no podía abrirlo del todo. También tenía el brazo izquierdo en cabestrillo y una venda ancha que le cruzaba el torso en diagonal de un lado al otro.
Frunció el ceño (lo intentó, más bien), y se quitó las mantas de encima de las piernas para comprobar todas las curas que se le habían realizado y hubo de admitir con cierto aire crítico que, si bien algo toscos, los vendajes cumplían a la perfección con la función de inmovilización para la que habían sido usados. Tampoco había que ser, por tanto, demasiado listo para saber que tenía más de una posible fisura ósea.
Se mordió el labio inferior en un gesto típicamente suyo cuando estaba nervioso y acabó sacando las piernas de la cama. El azote del frío le dolió más que el cansancio del cuerpo pero justo cuando pensaba volver a meterse entre las sábanas, el estruendo de cristales rotos llegó a sus oídos con tanta claridad que se sobresaltó.
—Pero qué…
Después llegó la voz.
* * * * *
El salón estaba envuelto en sombras que incitaban al sueño. No debía ser la habitación más cálida del apartamento porque había un par de ventanas que no cerraban del todo y daba a un pequeño balcón sin barandilla que tampoco cerraba del todo, pero era bastante amplio y de ambiente agradable. Tenía moqueta de colores claros y desgastados de la que podía preverse que estuviera llena de polvo, pero cuando puso el primer pie —descalzo— sobre ella, no salió ni una mísera mota de suciedad. El mobiliario era escaso pero el sofá era lo suficientemente grande como para abarcar a tres o cuatro personas. Estaba cojo, pero eso no se podía saber a simple vista.
Las paredes eran blancas y de ellas no colgaba ni un cuadro. El revestimiento del que gozaban todos los edificios en Moscú quedaba al descubierto en algunas zonas, pero la pintura se veía más resistente que la del dormitorio que acababa de dejar a su espalda. En el techo había un recalo; probablemente el baño estaría a mano izquierda. Aún quedaban algunos restos de papel pintado.
—…You start to freeze as horror looks you right between the eyes!!!
La voz volvió a sobresaltarlo. Venía de la derecha, de donde entraba la luz, de donde no podía esperarse que estuviera nadie so pena de morir congelado. Entonces, lo vio.
En el balcón sin barandilla, con una camiseta de tirantes demasiado ajustada y unos bóxers que dejaban poco para la imaginación, con un palo de golf en las manos, una figura que parecía a punto de precipitarse al vacío cantaba a voz en grito:
--You’re paralyzed… ‘Cos this is thriller!! Thriller night!! And no one’s gonna save you from the beast about strike, you know it’s thriller…!!
Si Michael Jackson levantara la cabeza de su tumba, caería fulminado al instante. Escuchar cómo uno de sus mayores éxitos era destrozado de aquella horripilante y esperpéntica forma requería demasiada sangre fría y una fuerza de voluntad descomunal. Probablemente, al escucharlo más de diez segundos, nadie en su sano juicio tendría ninguna de las dos. Si lo hacía, debía ser sordo a la fuerza.
—…thriller night!! You’re fighting for your live inside a killer, thriller tonight!!
A su favor había que decir que, salvando las palabras, ese cuerpo fibroso y medio desnudo se movía exquisita y deliciosamente bien. La camiseta blanca tan ajustada le resaltaba unos abdominales perfectos, tensos por el movimiento y dejaba al descubierto unas clavículas bien formadas y viriles, dignas de ser besadas. Sus piernas, flexionadas para favorecer ese vaivén de caderas endiabladamente seductor, no tenían ni un gramo de grasa y los gestos de sus manos eran tan ágiles y fluidos que parecían de agua. Daban paso a los brazos, los brazos al torso, el torso a las piernas, y todo él parecía de gelatina. En general, ese baile tenía poco que envidiar al original, y aunque en más de una ocasión se acercó tanto al borde que resultó un milagro que no perdiera pie, sus pasos siempre eran los correctos para imaginar que el mismísimo y famosísimo cantante del siglo pasado se había personado en mitad de una casa a medio derruir de a saber qué barrio marginal moscovita. El palo de golf no terminaba de encajar hasta que una pequeña bola blanca, desapercibida hasta ese momento, fue golpeada con estridencia y acabó estrellándose en una ventana del edificio de enfrente. Otro chasquido seco y más cristales rotos precipitándose edificio abajo.
Y entonces…
--Oh, sí, baby, sí, oh, yeah, baby, thriller night… ¡¡HostiaputamecagoenDios!! ¡¿Qué haces ahí parado como un tentetieso?! ¡¿Quieres matarme del susto o qué?!
Había que reconocer que era para asustarse. Por ambas partes. El muchacho envuelto en la manta con la que había estado arropado en aquel cuarto deslucido, estaba tan pálido que parecía una aparición mariana. El del balcón, pálido también por el susto recién recibido, con los ojos almendrados tremendamente abiertos y sujetando el palo de golf a modo de arma contundente, no le seguía de lejos.
Se estudiaron en silencio un par de segundos hasta que fue él, el aspirante —fracasado— a cantante, quien rompió el hielo al irrumpir en la habitación como alma que lleva el diablo, con el palo de golf al hombro y un sencillo “Cojones, qué frío” en los labios, para dejarse caer en el sofá con la naturalidad que da la serena y total confianza en uno mismo.
— ¿Cómo te llamas? —preguntó, y fue la manera tan directa de actuar la que dejó plantado en su sitio al otro chico, que se limitó a mirarlo a falta de hacer otra cosa. A fin de cuentas, el asiático (sus rasgos no dejaban lugar a la duda) seguía en ropa interior—: Has estado a punto de morirte allí fuera, ¿sabes? ¿Qué demonios te pasó? Esperábamos que aún tardases más en despertar.
—Eh… ¿Es…perábamos?
—Como siempre, Woo, haces demasiadas preguntas al mismo tiempo.
El joven envuelto en la manta no supo de dónde vino la voz hasta que miró a su frente. Allí, acodado en una pequeña puerta que presupuso sería la cocina, había otro muchacho. Su cabello tenía un extraño color grisáceo y lo miraba fijamente con unos ojos que por momentos se hacían casi transparentes. Era tanta la insistencia de esa mirada que parecía imposible que no se hubiera percatado antes de su presencia allí. Tal vez habría salido de la puerta en la que se apoyaba, pero por la tranquilidad con la que mantenía una taza humeante entre las manos y junto a sus labios, daba la impresión de que había tenido un tiempo excesivo para estudiarle y examinarle en silencio. Como un cazador antes de abalanzarse sobre una presa indefensa.
Dónde demonios estoy.
— ¿Cómo te llamas?
Las palabras sonaron huecas, vacías. Al hablar, ni siquiera se retiró la taza de los labios. El contenido, fuera lo que fuese, debía estar hirviendo porque incluso desde donde estaba, aún anclado al suelo y con la manta sobre los hombros, veía ascender el humo. Frunció el ceño.
—Va… Ivan. Me llamo Ivan.
No hubo afirmación, ni negación. No hubo nada. Los ojos malvas del extraño joven tan sólo parpadearon antes de dar otro sorbo a la taza, antes de empezar a moverse como si no rozara el suelo con los pies, sin hacer el más mínimo ruido. Pasó junto a él sin mirarle, junto al asiático sin girarse, y se adentró en el pasillo del que acababa de salir el desconocido: Ivan, ahora, para los amigos. Ni siquiera respondió a la presentación.
—Me llamo Park Hyun Woo, pero todos por aquí me llaman Woo. —El coreano volvió a la realidad al hasta ahora desconocido. Después de la partida del joven de pelo gris, el ambiente se había enrarecido—: Pronunciado Wu. Aunque puedes decirlo como quieras porque me he acostumbrado a ignoraros a todos. —Sonrió. Y por Dios, qué sonrisa más preciosa tenía. Perfecta, grande y amplia. Iluminaba cada resquicio de la sombría habitación—: Y el que se ha ido es el simpático y siempre sonriente Ginis. Espero que no hayas aprendido de él eso de moverte sin hacer ruido, Ivan.
—Vanya.
— ¿Cómo?
—Me llaman Vanya.
—Es la forma cariñosa de llamarte, ¿no?
—La… coloquial, más bien.
—Así que me das permiso para ser coloquial contigo, ¿hum? Luego no te arrepientas.
—…
— ¿Puedes decirme por qué has decidido vestirte de mártir, Vanya? Casi me matas del susto y eso que creí que con Ginis ya me había curado de espanto. Tenéis la asombrosa capacidad de aparecer cuando menos se os espera.
— ¿Dónde estamos? Yo… no recuerdo…
—Te dieron una buena paliza, chaval. Cuando te encontré debajo de ese puente, creí que eras un cadáver y pasé de largo. Pero tenías unos ojos demasiado bonitos como para dejar que te los comieran las ratas, si es que este mierdoso frío no las había matado a todas por congelación, ¿no? Y pensé que cuando toda aquella inflamación que te había deformado la cara desapareciera, encontraría algo digno de verse. No me equivoqué. Aunque tu atuendo no sea nada sexy, Vanya. ¿Quieres tomar algo?
Qué está haciendo este tío.
—Eh… no, bueno, yo… tendría que irme y…
— ¿Tienes adonde ir?
— ¿Cómo? ¿Por qué…?
—Eres nuevo por aquí, ¿verdad? Nadie en su sano juicio, y menos un niñito pijo como tú, se habría metido en este barrio de mala muerte a por un par de vodkas, joder. ¿Querías que te mataran? Porque lo estabas pidiendo a gritos.
—Tuve una mala noche.
— ¿Me lo juras? Casi recojo tus restos con una pala. La próxima vez que pienses en el suicidio, salta al Moskova. Hazte ese favor a ti mismo.
Sonrió. Y, por Dios, que Vanya sintió que el corazón le daba un vuelco.
Qué demonios me pasa.
—Quédate. Hasta que estés bien. Y no acepto un no por respuesta. ¿Café o té? Hoy estamos abstemios.
Eligió té.
Pero, como supuso desde el mismo momento en que siguió al asiático a la cocina, mientras miraba a su espalda para comprobar que el llamado Ginis estaba en mitad del pasillo mirándoles, jamás llegó a abandonar esa casa.