Café
Despertarse cada día cuando el cielo todavía estaba oscuro y los primeros rayos de sol aparecían tímidamente por el horizonte era una de las pequeñas torturas que Kazuki tenía que sufrir cada día desde que había decidido dedicar su vida a ayudar a los demás. Escuchar el sonido repentino del despertador marcando cada mañana en cifras rojas aquellos números —05:45— no ayudaban a mejorar su humor mañanero que además, parecía agriarse cuando al darse la vuelta sobre la cama descubría un vacío que cada amanecer se hacía más insoportable. Por eso aquellos momentos en el porche trasero, sentado en una de esas feas sillas de plástico playeras y disfrutando de un delicioso café con leche le ayudaban a sobrellevar el resto del día. Ni los más terribles recuerdos, ni las obligaciones que le reclamaban levantarse a duras penas podían quitarle aquel momento a solas consigo mismo, lejos de noticieros sensacionalistas, de crisis económicas, de políticos corruptos y políticas racistas; no, allí sólo cabían él, la ligera brisa mañanera y su querida taza de café.