Soledad
Sentada en una silla de ruedas, cubiertas sus piernas con una suave manta de color beige la figura envejecida de aquella mujer que tanto había sido en sus años de juventud se delineaba en la pared gracias a los rayos de sol de aquella puesta que ya llamaba a su fin.
—Siempre te gustaron los atardeceres, mamá. ¿Eres feliz aquí?
El silencio por respuesta se siguió acompañado por la mirada desconcertada de alguien que no entiende dónde está ni por qué está en un lugar como ese. Las cuatro paredes blancas de la habitación acentuaban el aspecto aséptico de la residencia. Hellä adoraba el blanco, pero no aquel; tan siniestro y que tantas malas experiencias conservaba entre sus tonalidades.
Con una mano acarició suavemente la mejilla de su madre, mientras con la otra sujetaba la mano inerte y arrugada de esa mujer que no reconocía a su hija frente a sí misma.
— ¿Cuándo vendrá Karl? Me dijo que vendría esta noche. La cena está lista. ¿Se lo dirás? —. La mujer, rubia antaño encanecía cada día un poco más. Sus ojos, que en otro momento habían conservado la vitalidad y la esperanza de alguien que pretende ponerse el mundo por montera aquél día se apagaron al no reconocer un día más a su pequeña.
—Pronto… Está al llegar —. Mintió la chica de ojos verdes volviendo a sentir en sus carnes el rechazo de su madre, quien apartó con cierto desprecio la mano que Hellä acariciaba para llevársela al pecho. Sus ojos perdieron interés en la muchacha y volvieron a deleitarse con el atardecer del que apenas quedaba rastro en el horizonte.
A ella solo le quedaba observar los retazos de lo que una vez fue su madre; aquellas manos que la habían acunado, que habían secado sus lágrimas. Aquel pecho en el que se había resguardado siempre que había sentido miedo o pesar; ya nada quedaba de todo aquello que había atesorado como recuerdos de una infancia feliz. Ese cuerpo inmóvil sobre la silla ruedas jamás volvería a ser lo que una vez fue. Su madre no volvería jamás, a pesar de esta allí, frente a ella. La soledad que invadió desde lo más profundo a Hellä provocó dos silenciosas lágrimas que recorrieron sus mejillas muriendo en sus labios. Un pequeño susurro «te quiero, mamá» y un beso en su frente fue la única despedida. Una despedida que vería repetir durante años en su vida.
—Siempre te gustaron los atardeceres, mamá. ¿Eres feliz aquí?
El silencio por respuesta se siguió acompañado por la mirada desconcertada de alguien que no entiende dónde está ni por qué está en un lugar como ese. Las cuatro paredes blancas de la habitación acentuaban el aspecto aséptico de la residencia. Hellä adoraba el blanco, pero no aquel; tan siniestro y que tantas malas experiencias conservaba entre sus tonalidades.
Con una mano acarició suavemente la mejilla de su madre, mientras con la otra sujetaba la mano inerte y arrugada de esa mujer que no reconocía a su hija frente a sí misma.
— ¿Cuándo vendrá Karl? Me dijo que vendría esta noche. La cena está lista. ¿Se lo dirás? —. La mujer, rubia antaño encanecía cada día un poco más. Sus ojos, que en otro momento habían conservado la vitalidad y la esperanza de alguien que pretende ponerse el mundo por montera aquél día se apagaron al no reconocer un día más a su pequeña.
—Pronto… Está al llegar —. Mintió la chica de ojos verdes volviendo a sentir en sus carnes el rechazo de su madre, quien apartó con cierto desprecio la mano que Hellä acariciaba para llevársela al pecho. Sus ojos perdieron interés en la muchacha y volvieron a deleitarse con el atardecer del que apenas quedaba rastro en el horizonte.
A ella solo le quedaba observar los retazos de lo que una vez fue su madre; aquellas manos que la habían acunado, que habían secado sus lágrimas. Aquel pecho en el que se había resguardado siempre que había sentido miedo o pesar; ya nada quedaba de todo aquello que había atesorado como recuerdos de una infancia feliz. Ese cuerpo inmóvil sobre la silla ruedas jamás volvería a ser lo que una vez fue. Su madre no volvería jamás, a pesar de esta allí, frente a ella. La soledad que invadió desde lo más profundo a Hellä provocó dos silenciosas lágrimas que recorrieron sus mejillas muriendo en sus labios. Un pequeño susurro «te quiero, mamá» y un beso en su frente fue la única despedida. Una despedida que vería repetir durante años en su vida.