Egomarketing
Si había algo que definiera a Woo más que su constante e irónico parloteo cuando estaba borracho, sus andares firmes con los que anunciaba un rotundo aquí estoy yo al resto de los mortales o sus risitas sesgadas de medio lado con las que se comía el mundo, era que se gustaba demasiado. Es más, y usando sus propias palabras, en más de una ocasión había asegurado que se follaría a sí mismo hasta quedar exhausto si pudiera y aún llegaría más allá. El ego incalculable del coreano se acrecentaba por las mañanas, recién levantado, cuando prefería pasar una hora de reloj en la ducha antes que tomar el desayuno con sus compañeros —de cama— de piso. Ninguno de los dos sabía qué hacía allí exactamente a pesar de que la puerta siempre estaba abierta, pero las pocas veces que se habían atrevido a asomar la cabeza le habían visto colocándose cada mechón de pelo con inusitado esmero en una posición que resultaba aleatoria cada mañana. Lo incomprensible era que siempre quedaba —excesivamente— satisfecho fuera cual fuese el resultado, a pesar de que cuando se vestía todo su trabajo quedaba reducido a un peinado informal para el que las horas empleadas nunca significaban una pérdida de tiempo.
Luego llegaba lo que Ginis y Vanya habían aceptado en llamar el eterno dilema de Woo y es que, en determinados momentos, el coreano era más presumido que cualquier chica: su vestuario. De promedio, Woo podía vestirse y desvestirse unas cuatro veces por la mañana antes de desayunar y otras dos para ultimar pequeños detalles, tras hacerlo. Por supuesto, y para dejar en buen lugar al cromosoma Y y a su siempre creciente testosterona, las prendas de ropa que sacaba del armario nunca volvían a él de motu propio y acababan invadiendo el salón, la entrada, los dormitorios de sus compañeros e incluso la terraza, que tenía la puerta atascada y se abría en muy contadas ocasiones. Cómo llegaba, pues, la ropa hasta ahí seguía siendo un misterio. Pero el súmmum de todo era que, por norma, acababa vistiendo prendas que estrictamente no eran suyas.
Eso cuando se vestía. Porque en Woo, lucirse era una necesidad tan imperiosa como beber o respirar. Woo no podía ser Woo si no dedicaba buena parte de su tiempo a exhibirse como un pavo real en época de celo, atusándose cada pluma para impresionar al mayor número de pavas posible. Extrapolándolo al coreano, su lucimiento abarcaba desde preguntas tipo ¿qué piensas de estos pantalones? ¿Me hacen buen culo? a actos que dejaban a millas vista la frontera de la candidez y la inocencia. No en vano, en más de una ocasión le habían escuchado hacer copiosas afirmaciones bajo la ducha sobre lo bien trabajado que estaba su cuerpo y la increíble generosidad de su genética. Nunca hacia falta profundizar en detalles.
Lo indiscutible era que, a pesar de todas esas zarandajas sobre la superioridad masculina que enarbolaba como un estandarte y de toda la bravuconería barata de la que hacía gala, Woo tenía razón. Era indudable que tenía un cuerpo de escándalo, musculoso y trabajado pero no a base de gimnasio. Su desarrollo era algo natural, innato, y parecía tan a gusto en su propio cuerpo que cualquier mínimo gesto que hacía resultaba suave como la seda. Su altura, considerada excesiva por muchos, no era para él ningún impedimento y lejos de aparentar torpeza o lentitud, cada paso que daba era fluido como el agua. Tenía complexión regia, torso ancho y brazos fuertes pero sus manos eran la envidia de cualquier pianista: cuando tocaba, llegaba al corazón.
No se podía decir que fuese guapo pero era precisamente eso lo que lo hacía atractivo. Sus rasgos asiáticos no eran algo habitual en Moscú, su nariz era demasiado larga y su boca demasiado grande frente a unos ojos demasiado pequeños que, contra todo pronóstico, llamaban demasiado la atención. En resumen, la palabra demasiado era perfecta para describirlo.
Demasiado instintivo, demasiado visceral, demasiado irónico, demasiado ardiente, demasiado masculino, demasiado viril. Demasiado soez, demasiado maniático, demasiado estridente, demasiado vivaz, demasiado cabrón, con una líbido demasiado fuera de lo común y un depósito demasiado grande. Demasiado resistente, demasiado fuerte. Demasiado Woo.
Convivir con él debía ser difícil a la fuerza. Era un huracán, era la piedra contra la que se estrella el mar y se deshace en miles de pequeñas gotitas saladas. Era un terremoto, un tsunami, el redoble de tambor que precede a la estrella y la estrella misma. Woo estaba decidido a comerse el mundo y tenía demasiada seguridad en si mismo. Tanta que en ocasiones daba miedo.
—¿Has visto mi cinturón? El negro con la hebilla plateada.
—Lo llevas puesto, Woo.
—No, mierda, ése no. El que... ¡Joder, es verdad!
En ocasiones. Pero incluso equivocándose resultaba endiabladamente arrasador. Insolentemente sexy.
—Creo que la gente debería pagar por ver mi cuerpo. ¡Es una obra de arte cojonuda! ¿Qué piensas tú, hum, Ícaro?
—Que no sé cómo he podido soportar verte desnudo toda la mañana sin perder el juicio.
—Eres delicioso, ¿lo sabías? Pero ahora dime lo que piensas de verdad.
—Nadie pagaría por algo tan usado.
—¡Jajaja! ¡Dios, eres extraordinario! Algún día tendrás que explicarme de dónde sacas... ¿Por qué tienes la ropa puesta?
—Porque me he ido vistiendo mientras tú perdías el tiempo mirándote al espejo. Ya sabes, empiezas por la ropa interior, aunque tú nunca lleves puesta, sigues con los pantalones... Lo obvio.
—No, joder, me refiero a por qué te has vestido.
—Sé a lo que te refieres.
—¿Y no vas a contestarme?
—...No
—¡Ginis, eh, Ginis!
Demasiado insistente. Demasiado despistado.
—¿Dónde anda nuestra princesa de buena mañana?
—Hace horas que se fue.
—¿Se fue? ¿Dónde?
—Hoy tenía turno doble. Volverá tarde.
—¿Cuándo?
—No lo sé, Woo. No ha dicho nada.
—¿Le hacemos una visita? Me he quedado con ganas de darle su beso de buenos días.
Demasiado travieso. Demasiado temperamental y caprichoso.
—Ya se lo darás cuando llegue... Vanya siempre está dispuesto.
—¿En serio? ¿Y por qué tengo la impresión de que no para de quejarse y buscar excusas?
—Porque te inventas cosas.
—¿Me estás diciendo que tú no te has dado cuenta? Además...
—No lo sé. Pregúntaselo a él cuando vuelva. Yo estoy ocupado.
—Pero si no estás haciendo nada.
—Estoy oyéndote y evito escucharte. Más de lo que tú podrías hacer aunque te lo propusieras, Woo.
—Cuando me hablas así es cuando me doy cuenta de que realmente te quiero, Ginis.
Demasiado bueno en cambiar el sentido de las cosas para sacar siempre un beneficio propio.
Pero todas sus faltas le eran perdonadas. Inexplicablemente, conseguía quitar importancia a sus errores con una sonrisa, con un gesto de la mano o con esa seguridad aplastante que le impedía avergonzarse fuera cual fuese la gravedad de la situación. Hay quien diría que Woo jamás pediría perdón, que jamás agacharía las orejas porque su orgullo era aún más grande que su autoestima, pero lo cierto es que nunca le hacía falta. Simplemente, Woo era inmune al pudor y a la malicia. No había que buscar nada más.
Y si bien la inmunidad del coreano abarcaba más aspectos que atañían directamente a su persona, no así lo hacía con sus compañeros de piso. De hecho, su más que estrafalaria forma de ser había sacado de quicio en multitud de ocasiones a Vanya y Woo podía presumir —y lo hacía— de haberlo conseguido también con Ginis. O, de al menos, podía presumir de haber alterado ese manto de tranquilidad que siempre le rodeaban a él y a su entorno.
Hacer que hablara ya era complicado. Hacer que suspirara con resignación, todo un reto. Hacer que rodara los ojos en una clara mueca de Dios mío, que acabe mi sufrimiento, un milagro. Woo ostentaba el título de haber conseguido las tres cosas una única vez desde que empezaran a convivir, pero lo había logrado en menos de un minuto y eso ya era un logro. Desde entonces se había autoproclamado a voz en grito parte integrante del libro Guiness de los Récords y durante toda la semana siguiente su humor había sido tan exultante que todos los problemas parecieron perder peso. También era demasiado optimista. Demasiado feliz.
Pero quizás si no fuese tan —demasiado— atolondrado, se habría podido anotar más de un tanto.
Porque cuando, a punto de salir por la puerta, desanduvo sus pasos aduciendo que no le gustaba la combinación de camiseta y zapatillas, Ginis murmuró una maldición. Cuando entró al salón y de allí al pasillo quitándoselas con los talones y amagando caerse en contadas ocasiones, suspiró. Y cuando empezó a cantar I’m too sexy for my shirt con una voz horrible mientras se contoneaba de manera exagerada en un streaptease que sólo él veía, lo hizo todo a la vez y se permitió añadir un gesto más: negar con la cabeza.
—Lo tuyo debe ser patológico, Woo.
Demasiado patológico pero demasiado surrealista como para perder detalle.
—¡Vamos, Ginis, muévete! I’m too sexy for my shirt, too sexy for my shirt, so sexy it hurts..!
Así, siempre llegaba tarde al trabajo. Pero, cómo no, nadie se lo tenía en cuenta.
Luego llegaba lo que Ginis y Vanya habían aceptado en llamar el eterno dilema de Woo y es que, en determinados momentos, el coreano era más presumido que cualquier chica: su vestuario. De promedio, Woo podía vestirse y desvestirse unas cuatro veces por la mañana antes de desayunar y otras dos para ultimar pequeños detalles, tras hacerlo. Por supuesto, y para dejar en buen lugar al cromosoma Y y a su siempre creciente testosterona, las prendas de ropa que sacaba del armario nunca volvían a él de motu propio y acababan invadiendo el salón, la entrada, los dormitorios de sus compañeros e incluso la terraza, que tenía la puerta atascada y se abría en muy contadas ocasiones. Cómo llegaba, pues, la ropa hasta ahí seguía siendo un misterio. Pero el súmmum de todo era que, por norma, acababa vistiendo prendas que estrictamente no eran suyas.
Eso cuando se vestía. Porque en Woo, lucirse era una necesidad tan imperiosa como beber o respirar. Woo no podía ser Woo si no dedicaba buena parte de su tiempo a exhibirse como un pavo real en época de celo, atusándose cada pluma para impresionar al mayor número de pavas posible. Extrapolándolo al coreano, su lucimiento abarcaba desde preguntas tipo ¿qué piensas de estos pantalones? ¿Me hacen buen culo? a actos que dejaban a millas vista la frontera de la candidez y la inocencia. No en vano, en más de una ocasión le habían escuchado hacer copiosas afirmaciones bajo la ducha sobre lo bien trabajado que estaba su cuerpo y la increíble generosidad de su genética. Nunca hacia falta profundizar en detalles.
Lo indiscutible era que, a pesar de todas esas zarandajas sobre la superioridad masculina que enarbolaba como un estandarte y de toda la bravuconería barata de la que hacía gala, Woo tenía razón. Era indudable que tenía un cuerpo de escándalo, musculoso y trabajado pero no a base de gimnasio. Su desarrollo era algo natural, innato, y parecía tan a gusto en su propio cuerpo que cualquier mínimo gesto que hacía resultaba suave como la seda. Su altura, considerada excesiva por muchos, no era para él ningún impedimento y lejos de aparentar torpeza o lentitud, cada paso que daba era fluido como el agua. Tenía complexión regia, torso ancho y brazos fuertes pero sus manos eran la envidia de cualquier pianista: cuando tocaba, llegaba al corazón.
No se podía decir que fuese guapo pero era precisamente eso lo que lo hacía atractivo. Sus rasgos asiáticos no eran algo habitual en Moscú, su nariz era demasiado larga y su boca demasiado grande frente a unos ojos demasiado pequeños que, contra todo pronóstico, llamaban demasiado la atención. En resumen, la palabra demasiado era perfecta para describirlo.
Demasiado instintivo, demasiado visceral, demasiado irónico, demasiado ardiente, demasiado masculino, demasiado viril. Demasiado soez, demasiado maniático, demasiado estridente, demasiado vivaz, demasiado cabrón, con una líbido demasiado fuera de lo común y un depósito demasiado grande. Demasiado resistente, demasiado fuerte. Demasiado Woo.
Convivir con él debía ser difícil a la fuerza. Era un huracán, era la piedra contra la que se estrella el mar y se deshace en miles de pequeñas gotitas saladas. Era un terremoto, un tsunami, el redoble de tambor que precede a la estrella y la estrella misma. Woo estaba decidido a comerse el mundo y tenía demasiada seguridad en si mismo. Tanta que en ocasiones daba miedo.
—¿Has visto mi cinturón? El negro con la hebilla plateada.
—Lo llevas puesto, Woo.
—No, mierda, ése no. El que... ¡Joder, es verdad!
En ocasiones. Pero incluso equivocándose resultaba endiabladamente arrasador. Insolentemente sexy.
—Creo que la gente debería pagar por ver mi cuerpo. ¡Es una obra de arte cojonuda! ¿Qué piensas tú, hum, Ícaro?
—Que no sé cómo he podido soportar verte desnudo toda la mañana sin perder el juicio.
—Eres delicioso, ¿lo sabías? Pero ahora dime lo que piensas de verdad.
—Nadie pagaría por algo tan usado.
—¡Jajaja! ¡Dios, eres extraordinario! Algún día tendrás que explicarme de dónde sacas... ¿Por qué tienes la ropa puesta?
—Porque me he ido vistiendo mientras tú perdías el tiempo mirándote al espejo. Ya sabes, empiezas por la ropa interior, aunque tú nunca lleves puesta, sigues con los pantalones... Lo obvio.
—No, joder, me refiero a por qué te has vestido.
—Sé a lo que te refieres.
—¿Y no vas a contestarme?
—...No
—¡Ginis, eh, Ginis!
Demasiado insistente. Demasiado despistado.
—¿Dónde anda nuestra princesa de buena mañana?
—Hace horas que se fue.
—¿Se fue? ¿Dónde?
—Hoy tenía turno doble. Volverá tarde.
—¿Cuándo?
—No lo sé, Woo. No ha dicho nada.
—¿Le hacemos una visita? Me he quedado con ganas de darle su beso de buenos días.
Demasiado travieso. Demasiado temperamental y caprichoso.
—Ya se lo darás cuando llegue... Vanya siempre está dispuesto.
—¿En serio? ¿Y por qué tengo la impresión de que no para de quejarse y buscar excusas?
—Porque te inventas cosas.
—¿Me estás diciendo que tú no te has dado cuenta? Además...
—No lo sé. Pregúntaselo a él cuando vuelva. Yo estoy ocupado.
—Pero si no estás haciendo nada.
—Estoy oyéndote y evito escucharte. Más de lo que tú podrías hacer aunque te lo propusieras, Woo.
—Cuando me hablas así es cuando me doy cuenta de que realmente te quiero, Ginis.
Demasiado bueno en cambiar el sentido de las cosas para sacar siempre un beneficio propio.
Pero todas sus faltas le eran perdonadas. Inexplicablemente, conseguía quitar importancia a sus errores con una sonrisa, con un gesto de la mano o con esa seguridad aplastante que le impedía avergonzarse fuera cual fuese la gravedad de la situación. Hay quien diría que Woo jamás pediría perdón, que jamás agacharía las orejas porque su orgullo era aún más grande que su autoestima, pero lo cierto es que nunca le hacía falta. Simplemente, Woo era inmune al pudor y a la malicia. No había que buscar nada más.
Y si bien la inmunidad del coreano abarcaba más aspectos que atañían directamente a su persona, no así lo hacía con sus compañeros de piso. De hecho, su más que estrafalaria forma de ser había sacado de quicio en multitud de ocasiones a Vanya y Woo podía presumir —y lo hacía— de haberlo conseguido también con Ginis. O, de al menos, podía presumir de haber alterado ese manto de tranquilidad que siempre le rodeaban a él y a su entorno.
Hacer que hablara ya era complicado. Hacer que suspirara con resignación, todo un reto. Hacer que rodara los ojos en una clara mueca de Dios mío, que acabe mi sufrimiento, un milagro. Woo ostentaba el título de haber conseguido las tres cosas una única vez desde que empezaran a convivir, pero lo había logrado en menos de un minuto y eso ya era un logro. Desde entonces se había autoproclamado a voz en grito parte integrante del libro Guiness de los Récords y durante toda la semana siguiente su humor había sido tan exultante que todos los problemas parecieron perder peso. También era demasiado optimista. Demasiado feliz.
Pero quizás si no fuese tan —demasiado— atolondrado, se habría podido anotar más de un tanto.
Porque cuando, a punto de salir por la puerta, desanduvo sus pasos aduciendo que no le gustaba la combinación de camiseta y zapatillas, Ginis murmuró una maldición. Cuando entró al salón y de allí al pasillo quitándoselas con los talones y amagando caerse en contadas ocasiones, suspiró. Y cuando empezó a cantar I’m too sexy for my shirt con una voz horrible mientras se contoneaba de manera exagerada en un streaptease que sólo él veía, lo hizo todo a la vez y se permitió añadir un gesto más: negar con la cabeza.
—Lo tuyo debe ser patológico, Woo.
Demasiado patológico pero demasiado surrealista como para perder detalle.
—¡Vamos, Ginis, muévete! I’m too sexy for my shirt, too sexy for my shirt, so sexy it hurts..!
Así, siempre llegaba tarde al trabajo. Pero, cómo no, nadie se lo tenía en cuenta.