Estoy Aquí
La figura se recorta a contraluz frente a la ventana, de espaldas, asomada a ella. No se mueve un ápice mientras los haces de luz mortecina del crepúsculo crean sombras a su alrededor y juegan a perseguirse unas a otras, distraídas, traviesas. Permanece allí, con su respiración acompasada y tranquila, viendo todo sin ver nada, dejando pasar el tiempo como un elemento más del escaso mobiliario de la habitación y ni siquiera se ha percatado de su presencia. O, si lo ha hecho, no da muestras de ello.
No espera encontrarlo allí. Ése es su cuarto, su espacio privado, al que acude siempre que el ambiente es demasiado opresivo y necesita renovar el aire a su alrededor para sentirse viva. Pero no le molesta. De hecho, hasta le agrada. En su fuero interno sabe que él, que sopla de vez en cuando porque tiene, como siempre, un café hirviendo entre las manos, también acude a su santuario cuando las cosas empiezan a pesarle demasiado.
Sabe que tienen una relación extraña. Su confianza traspasa la frontera de las palabras que no han pronunciado porque no las necesitan, porque su relación es meramente física aunque nunca un contacto ha sido tan intenso como para sanar las heridas más profundas del alma. No se trata de amor, no se trata de sexo; desde las primeras palabras que se dijeron y que fueron las presentaciones, entre ellos no hay emociones que se puedan explicar salvo el hecho de decirse en silencio, en un susurro y al oído cuenta conmigo. Entre ellos, animales racionales con una inteligencia demasiado refinada para el hombre de a pie, valen más los gestos que otra cosa.
Por eso no hay palabras cuando ella se acerca, cuando atraviesa con paso sereno la habitación inmaculada y se sitúa a su espalda, cuando le envuelve con los brazos para apoyar la frente en su espalda bien torneada. Es alto, es fuerte, es cálido. Cierra los ojos y siente sus dedos helados cerrarse sobre una de sus manos, más pequeña y frágil, más segura. Y de repente, los dos pueden respirar un poco mejor.
—Hueles a incienso... —La voz de ella apenas alcanza los oídos de él. Él se revuelve un poco, suspira, gime bajo, hondo, profundo. El café tiembla un poco entre sus dedos. Ella nota que traga saliva y aprieta un poco más su abrazo—: Tranquilo. Estoy aquí.
Y no hay más. Porque lo está; ambos lo están. Como pilares invisibles el uno del otro esperando el momento de dar otro abrazo, apretar unos dedos temblorosos, acariciar unas lágrimas que manchan el rostro arrebolado de una adolescencia perdida. Estoy aquí; estoy aquí.
No espera encontrarlo allí. Ése es su cuarto, su espacio privado, al que acude siempre que el ambiente es demasiado opresivo y necesita renovar el aire a su alrededor para sentirse viva. Pero no le molesta. De hecho, hasta le agrada. En su fuero interno sabe que él, que sopla de vez en cuando porque tiene, como siempre, un café hirviendo entre las manos, también acude a su santuario cuando las cosas empiezan a pesarle demasiado.
Sabe que tienen una relación extraña. Su confianza traspasa la frontera de las palabras que no han pronunciado porque no las necesitan, porque su relación es meramente física aunque nunca un contacto ha sido tan intenso como para sanar las heridas más profundas del alma. No se trata de amor, no se trata de sexo; desde las primeras palabras que se dijeron y que fueron las presentaciones, entre ellos no hay emociones que se puedan explicar salvo el hecho de decirse en silencio, en un susurro y al oído cuenta conmigo. Entre ellos, animales racionales con una inteligencia demasiado refinada para el hombre de a pie, valen más los gestos que otra cosa.
Por eso no hay palabras cuando ella se acerca, cuando atraviesa con paso sereno la habitación inmaculada y se sitúa a su espalda, cuando le envuelve con los brazos para apoyar la frente en su espalda bien torneada. Es alto, es fuerte, es cálido. Cierra los ojos y siente sus dedos helados cerrarse sobre una de sus manos, más pequeña y frágil, más segura. Y de repente, los dos pueden respirar un poco mejor.
—Hueles a incienso... —La voz de ella apenas alcanza los oídos de él. Él se revuelve un poco, suspira, gime bajo, hondo, profundo. El café tiembla un poco entre sus dedos. Ella nota que traga saliva y aprieta un poco más su abrazo—: Tranquilo. Estoy aquí.
Y no hay más. Porque lo está; ambos lo están. Como pilares invisibles el uno del otro esperando el momento de dar otro abrazo, apretar unos dedos temblorosos, acariciar unas lágrimas que manchan el rostro arrebolado de una adolescencia perdida. Estoy aquí; estoy aquí.