Fix me*
*Este relato cuenta cómo éste personaje entró en Kaleidoscope y forma parte de una serie completa de los relatos que he escrito sobre la misma temática que puedes encontrar aquí.
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Aquel sonido rechinante y constante no hacía más que poner a prueba su paciencia, una y otra vez reflejado en esa pantalla, donde tan solo se podían leer los débiles pero existentes latidos de su corazón. El blanco de la habitación parecía reflejarse en el rostro de aquel muchacho de rasgos femeninos que no contaba con más de dieciocho años de edad.
— En serio, no me cansaré de repetir lo malo que es este maldito café.
El parloteo continuo rebotaba por las paredes del pasillo del hospital, que en aquellas horas de la mañana estaba prácticamente vacío. De vez en cuando una enfermera pasaba para revisar a los enfermos de la planta, pero Didier tenía todo el espacio del mundo para reflejar —aunque fuera para sí mismo— sus ascos más internos.
— Si no te gusta ¿por qué te lo compras? —. Apeló el más joven desde la camilla donde reposaba ligeramente recostado. Todavía tenía el desayuno sobre la mesita pero no había probado bocado.
— ¿Qué pasa? ¿Me has esperado? —. Didier se acercó hasta la cama, donde haciendo hueco entre las piernas del enfermo, se sentó cruzando las piernas no sin disimular cierto esfuerzo.
— No, no tengo hambre, Di.
El aspecto de Noah restaba muchas esperanzas al joven francés cuya vitalidad siempre resplandecía en aquel hospital, pero que con los meses se había ido apagando hasta que en momentos como aquél, le resultaba casi imposible tomar fuerzas para animar a su querido compañero.
— ¿Sabes algo de mis padres?
— ¿Tú que crees?
Didier creía que la poca vida que le quedaba se esfumaba cada vez que aquella pregunta surgía de sus labios; tan dura y tan cruel que le arrebataba la poca esperanza que tenía en sí mismo. Le conoció en París cuando sólo contaban con quince años de edad, jóvenes e inexpertos, pero llenos de pasión, de imaginación, capaces de comerse el mundo con su vivacidad. Noah se convirtió en su mejor amigo, su confidente, su amante y su único familiar en el mundo y así también Didier para él.
El joven que meses atrás lucía un magnífico cabello rubio y cuyos ojos azules detenían los latidos del corazón del francés tan solo podía mostrar por aquel entonces su risueña sonrisa. Pero cuando cuestionaba a Didier sobre sus padres, todo resplandor desaparecía de un plumazo.
— Creo que ya es hora de que dejes de preocuparte por ellos, Noah…
— Son mis padres, Di.
— Claro que lo son ¡y mira cómo te lo demuestran! —. Abriendo ampliamente sus brazos, el joven francés dejó en evidencia la ausencia clara de cualquier familia en aquella habitación. — ¿Acaso se han dignado a venir? ¿Han pagado ellos tu seguro, tus medicinas o tus gastos médicos?
— Vendrán, estoy seguro… Solo tienen miedo del qué dirán, ya sabes cómo somos los rusos.
— Lo sé perfectamente, chèrie. He probado su medicina más de dos veces, pero no puede seguir perdiendo energías en…
— ¡Son mis padres! Por dios Didier, ¡me estoy muriendo!
La rotundidad de sus palabras resonó como un eco cruel en la habitación y durante unos segundos ambos jóvenes lucharon por mantenerse la mirada para demostrar quién era más fuerte ante aquella situación. Fue Didier quien llevándose la mano a los labios dejó de mirar a Noah y quien, acto seguido se levantó para marcharse de la habitación.
— Dicen que el cáncer es una mutación de las células. Dicen que éstas, al igual que nosotros, nacen, se desarrollan y mueren. Pero… estas células en concreto no dejan de crecer y de desarrollarse, hasta que llega un punto en el que forman su propio sistema nervioso. Cuando entra en la sangre o en los huesos es prácticamente imposible deshacerse de semejante desastre.
— Es una de las peores enfermedades que conozco, sin duda alguna.
Kazuki apenas había podido controlar sus emociones mientras el joven francés relataba con pelos y señales los sucesos que le habían ocurrido en los últimos años y cómo semanas atrás, había perdido al que hasta entonces, era su mejor amigo. Casi sin probar bocado, Didier, más enjuto de lo normal había palidecido tras contar todo aquello.
Se encontraban en un restaurante cuya especialidad era la comida italiana; en sus platos aún humeaba la comida recién servida. Ensalada caprese, risoto para el japonés y tortelini para el francés.
— También dicen que sabes cómo arreglar a las personas.
— Creo en la capacidad del ser humano para arreglarse a sí mismo; yo soy un mero trámite en todo esto.
— Odio este país, no sé cómo pude dejarme llevar. Si hubiese sabido lo que me esperaba aquí, le hubiese dejado a su suerte.
— Dudo que lo hicieras. No te conozco lo suficiente, pero las personas como tú siempre terminan cediendo a algún sentimiento.
Didier miró al japonés ceñudo, buscando la respuesta perfecta para contradecir y refutar aquella teoría tan estúpida que se había sacado de la manga. Pero por mucho que su cabeza trabajaba no encontró un comentario acertado que añadir.
— Lo superaré. Tampoco le quería tanto.
La mirada del japonés en ese momento dejaba claro que dudaba seriamente de que aquella afirmación fuese cierta. Había conocido a mucha gente en su vida, era mayor que él y sabía que cuando alguien admite “necesitar un arreglo” —como él había dicho— es porque algo en su interior se había roto. Posiblemente, en el caso de Didier, su corazón.
Sin mediar palabra ambos volvieron, en silencio, a centrar su atención en la pasta, ya templada, que les esperaba en el plato. Poco después, Didier volvió a mirar a Kazuki y le señaló con el tenedor: — Eres bueno, Mikazu.
— Kazuki.
— Lo que sea.
— En serio, no me cansaré de repetir lo malo que es este maldito café.
El parloteo continuo rebotaba por las paredes del pasillo del hospital, que en aquellas horas de la mañana estaba prácticamente vacío. De vez en cuando una enfermera pasaba para revisar a los enfermos de la planta, pero Didier tenía todo el espacio del mundo para reflejar —aunque fuera para sí mismo— sus ascos más internos.
— Si no te gusta ¿por qué te lo compras? —. Apeló el más joven desde la camilla donde reposaba ligeramente recostado. Todavía tenía el desayuno sobre la mesita pero no había probado bocado.
— ¿Qué pasa? ¿Me has esperado? —. Didier se acercó hasta la cama, donde haciendo hueco entre las piernas del enfermo, se sentó cruzando las piernas no sin disimular cierto esfuerzo.
— No, no tengo hambre, Di.
El aspecto de Noah restaba muchas esperanzas al joven francés cuya vitalidad siempre resplandecía en aquel hospital, pero que con los meses se había ido apagando hasta que en momentos como aquél, le resultaba casi imposible tomar fuerzas para animar a su querido compañero.
— ¿Sabes algo de mis padres?
— ¿Tú que crees?
Didier creía que la poca vida que le quedaba se esfumaba cada vez que aquella pregunta surgía de sus labios; tan dura y tan cruel que le arrebataba la poca esperanza que tenía en sí mismo. Le conoció en París cuando sólo contaban con quince años de edad, jóvenes e inexpertos, pero llenos de pasión, de imaginación, capaces de comerse el mundo con su vivacidad. Noah se convirtió en su mejor amigo, su confidente, su amante y su único familiar en el mundo y así también Didier para él.
El joven que meses atrás lucía un magnífico cabello rubio y cuyos ojos azules detenían los latidos del corazón del francés tan solo podía mostrar por aquel entonces su risueña sonrisa. Pero cuando cuestionaba a Didier sobre sus padres, todo resplandor desaparecía de un plumazo.
— Creo que ya es hora de que dejes de preocuparte por ellos, Noah…
— Son mis padres, Di.
— Claro que lo son ¡y mira cómo te lo demuestran! —. Abriendo ampliamente sus brazos, el joven francés dejó en evidencia la ausencia clara de cualquier familia en aquella habitación. — ¿Acaso se han dignado a venir? ¿Han pagado ellos tu seguro, tus medicinas o tus gastos médicos?
— Vendrán, estoy seguro… Solo tienen miedo del qué dirán, ya sabes cómo somos los rusos.
— Lo sé perfectamente, chèrie. He probado su medicina más de dos veces, pero no puede seguir perdiendo energías en…
— ¡Son mis padres! Por dios Didier, ¡me estoy muriendo!
La rotundidad de sus palabras resonó como un eco cruel en la habitación y durante unos segundos ambos jóvenes lucharon por mantenerse la mirada para demostrar quién era más fuerte ante aquella situación. Fue Didier quien llevándose la mano a los labios dejó de mirar a Noah y quien, acto seguido se levantó para marcharse de la habitación.
— Dicen que el cáncer es una mutación de las células. Dicen que éstas, al igual que nosotros, nacen, se desarrollan y mueren. Pero… estas células en concreto no dejan de crecer y de desarrollarse, hasta que llega un punto en el que forman su propio sistema nervioso. Cuando entra en la sangre o en los huesos es prácticamente imposible deshacerse de semejante desastre.
— Es una de las peores enfermedades que conozco, sin duda alguna.
Kazuki apenas había podido controlar sus emociones mientras el joven francés relataba con pelos y señales los sucesos que le habían ocurrido en los últimos años y cómo semanas atrás, había perdido al que hasta entonces, era su mejor amigo. Casi sin probar bocado, Didier, más enjuto de lo normal había palidecido tras contar todo aquello.
Se encontraban en un restaurante cuya especialidad era la comida italiana; en sus platos aún humeaba la comida recién servida. Ensalada caprese, risoto para el japonés y tortelini para el francés.
— También dicen que sabes cómo arreglar a las personas.
— Creo en la capacidad del ser humano para arreglarse a sí mismo; yo soy un mero trámite en todo esto.
— Odio este país, no sé cómo pude dejarme llevar. Si hubiese sabido lo que me esperaba aquí, le hubiese dejado a su suerte.
— Dudo que lo hicieras. No te conozco lo suficiente, pero las personas como tú siempre terminan cediendo a algún sentimiento.
Didier miró al japonés ceñudo, buscando la respuesta perfecta para contradecir y refutar aquella teoría tan estúpida que se había sacado de la manga. Pero por mucho que su cabeza trabajaba no encontró un comentario acertado que añadir.
— Lo superaré. Tampoco le quería tanto.
La mirada del japonés en ese momento dejaba claro que dudaba seriamente de que aquella afirmación fuese cierta. Había conocido a mucha gente en su vida, era mayor que él y sabía que cuando alguien admite “necesitar un arreglo” —como él había dicho— es porque algo en su interior se había roto. Posiblemente, en el caso de Didier, su corazón.
Sin mediar palabra ambos volvieron, en silencio, a centrar su atención en la pasta, ya templada, que les esperaba en el plato. Poco después, Didier volvió a mirar a Kazuki y le señaló con el tenedor: — Eres bueno, Mikazu.
— Kazuki.
— Lo que sea.