Latilla de espárragos
- No entiendo una mierda… -con cierto desprecio dejé la lata de algo que parecían alubias en la estantería de donde lo había cogido. Aquel idioma era más complicado de lo que me habían dicho, y eso que había dado clases intensivas durante dos meses. Con cierta resignación me acerqué a otra repisa para comprobar si había algo que al menos se parecía a la comida que solía comer en Nueva York.
Estaba en un supermercado pequeño de la zona donde me estaba alojando, en un viejo hostal donde las habitaciones olían a naftalina y las sábanas estaban agujereadas por a saber qué puto bicho. No quería ni pensarlo. Necesitaba comer algo que no fuera sopa o hamburguesas o sino mi estómago terminaría por explotar. “¿Serán judías?”.
Un golpe brusco en mi espalda me sacó de aquel debate interno, en el que no sabía si llevarme judías o espárragos. Cuando me giré vi correr por el pasillo a una persona encapuchada que ni siquiera se giró para pedir disculpas. “Putos rusos” dije para mí mismo, volviendo de nuevo a mi interesante debate.
-¡Eh! ¡Tú! ¡Suelta eso! –un guarda de seguridad, acompañado por la cajera -muy preocupada- que me señalaba con insistencia, se acercó a mí con actitud amenazante. Posiblemente fueron los nervios y la mala suerte del novato, pero no entendí lo que me dijeron. ¿Qué iba a entender? ¡Estaba en un puto país incomprensible!
-¿Qué? –fue lo único que me salió por mi estúpida boca, mientras, sin darme cuenta, iba echándome hacia atrás por miedo a la porra que blandía el segurata en sus manos. ¡Pero si yo no había hecho nada! –Si estáis buscando a alguien, se acaba de ir por ahí –señalé hacia atrás, pero no me entendieron una mierda.
- Devuelve lo que nos has robado, tú estabas con esa chica, me lo ha dicho –dijo la cajera, quien me miraba con cierto temor. Posiblemente no vendía mucho en ese supermercado y por poco que fuera, un robo no era bueno para el negocio.
- No, señora, yo estar solo aquí –me señalé a mí mismo y negué con la cabeza con vehemencia.
- No, ella me ha dicho que eras su novio –esta vez la amabilidad desapareció de su forma de hablar y el guarda se acercó a mí con tanto ímpetu que el pánico se apoderó de mí. Joder, estaba en un país extranjero, era la primera vez que salía a comprar por mí mismo y tenía que ocurrirme aquello en ese momento.
Por un momento no supe qué estaba haciendo, pero solo pude sentir que mis pies echaban a correr y mis piernas se movían por sí mismas. Como si mi cerebro hubiese actuado por sí solo y la parte superior de mi cuerpo no fuese más que un estorbo. Corrí tanto que no me di cuenta ni de que salía por la puerta principal, ni de que me saltaba un semáforo y casi me atropellaba un coche, ni de que a mi lado corría la chica que había robado en el supermercado. El guarda iba tras nosotros gritando con todas sus fuerzas, aireando en sus manos la porra.
En aquel momento lo único que se me ocurrió para darle esquinazo, fue esconderme en un contenedor que había en un callejón sin salida. Cuando estuvimos seguros de que no rondaba todavía por la zona, nos apartamos del apestoso contenedor lleno de algo que parecían huevos podridos. Resollando me apoyé de espaldas del edificio mugriento y miré a mi alrededor, allí lo más bonito que había era un gato medio muerto que me miraba sospechosamente. Cuando recuperé el aliento, me percaté de que me había ido con las dos latillas de judías y espárragos.
- Joder…
Cuando nos miramos por primera vez, ambos soltamos una carcajada tan fuerte que resonó en el callejón. La situación era tan absurda que hasta me dio cierta vergüenza reírme de aquella manera, pero no paramos hasta pasados unos minutos.
- Será mejor que no vuelvas por esa zona, si te ve el guarda puede que termines muerto –alcé la mirada para observarla, aun con la risa floja y me encontré de frente con una chica menuda, de pelo castaño y ojos terriblemente grises. Tenía una expresión severa, tensa y ceñuda. Vestía con ropas que tenían dos tallas más de las que necesitaba y unas botas que obviamente, no eran del tamaño adecuado. Entre sus brazos llevaba un montón de productos, que supuse, eran los robados.
- Espero que te estés muriendo de hambre –me acerqué a ella y le puse encima del montón de cosas las dos latas –porque no necesito que nadie me mate en este momento.
- ¡Tampoco eres ruso! –fue la primera persona que me hablaba en inglés desde que había puesto un pie en Moscú.
- No, soy americano –dije con cierto deje de resignación. – ¿Y tú?
Pero no me contestó. Solo me miró con curiosidad y luego se giró para marcharse.
- Eh, ¿A dónde vas?
- No te interesa –tenía una voz grave y segura, pero con un ligero tono de duda que me obligó a perseguirla. En mi vida en Nueva York nunca había conocido a una chica de esta forma, siempre era lo típico: ibas de fiesta y conocías a alguien que luego te llevabas a casa para pasar una buena noche. Por alguna extraña razón, esa chica tenía algo que atraía y me hacía sentir una curiosidad que no había tenido hasta entonces. Luego pensé que posiblemente mi soledad en aquel país era la razón de esa curiosidad, y es que hacía días que no hablaba con alguien en mi idioma.
- Venga, ¡acabas de provocar que me persiga un segurata, diciendo que eras mi novia! ¡Sí que me interesa! –me coloqué a su lado y caminé a su lado. Durante todo el camino permanecimos en silencio, pues ella no volvió a abrir la boca. No sabía qué decir, mi menté bullía en mil preguntas. ¿Qué hacía ella allí? ¿Por qué había robado? ¿Por qué me había metido a mí en el juego? ¿Cómo se llamaba?
No sé cuánto tiempo estuvimos caminando juntos hacia un dirección que desconocía, pero me veía arrastrado por ella como un perrito faldero. Tal vez pasaron diez minutos, tal vez media hora, pero ella no dijo ni una sola palabra desde que salimos de aquel callejón. Cuando se detuvo, a escasos metros de un extraño edificio, me miró.
- Vivo aquí ¿quieres pasar? –me miró con aquellos ojos tan fríos que me atenazaron las entrañas. Parecían esconder un sufrimiento que yo no era capaz de comprender. Así que asentí como un idiota y la seguí hacia el interior del edificio, que parecía a medio construir. No era un colegio, pero tampoco era un edificio de pisos.
Estábamos en las afueras de la ciudad y a lo lejos se podía ver un pequeño lago que comenzaba a congelarse debido a las altas temperaturas que comenzaban a amenazar la ciudad. El invierno estaba al caer.
Cuando entramos en el edificio me dirigió con tranquilidad a través de los múltiples pasillos que conformaban el sitio. Se oía gente hablar, gritos y risas pero no pude ser capaz de adivinar de donde procedían aquellos sonidos. Ella siguió caminando y cuando llegó a una puerta de color morado, sacó una llave y abrió.
- Esta es mi habitación, pasa –pasé sin pensármelo dos veces y me encontré con una sala cuadrada, lo suficientemente grande para vivir con ciertas comodidades.
- ¿Vives aquí?
- Eso es lo que te he dicho, sí –dejó las cosas sobre la cama y acto seguido se quitó el abrigo. Era delgada y enjuta, la espalda curvada y su cuello extremadamente fino me provocaron un suave escalofrío.
- ¿Qué es este sitio?
- No lo sé, llevo aquí desde hace un mes –para mi sorpresa, se giró hacia mí y sin miramiento alguno se quitó el jersey que llevaba.
- ¿Qué haces? –me eché hacia atrás, como si se tratara de un bicho a punto de picotearme. Esa tía estaba loca.
- ¿Qué? ¿No has venido conmigo por eso? –decepcionada y con los brazos en jarras me miró amenazante.
- ¡No! ¡No! –“¿no?” pensé, mirando su cuerpo desnudo. Me miró como si fuese un bicho extraño, pero sin decir nada más se volvió a poner el jersey y se sentó en la cama. Ahora ella era la que me miraba con curiosidad y la situación fue tan violenta que estuve a punto de dejar las latillas de espárragos e irme.
- Me llamo Tarja, soy finlandesa –dijo al fin, haciendo un hueco en la cama entre las cosas que había robado. –Puedes sentarte, no voy a comerte.
- Yo soy Nathan –dije tras sentarme a su lado. Nuestras miradas se cruzaron durante varios segundos que se hicieron eternos y un silencio incómodo inundó la habitación. Lo único que se me ocurrió decir en ese instante para romper el hielo fue: – Tienes unas tetas muy bonitas, por cierto.
Tarja alzó las cejas y como si le hubiese activado un resorte oculto, comenzó a reírse a carcajadas. Tenía una risa preciosa y su rostro parecía tan relajado que parecía haber dejado de llevar sobre sus hombros el peso del mundo y por alguna razón entendí que hacía mucho tiempo que no se reía así. Desde entonces supe que quería volver a verla reír todos los días de mi vida.
Estaba en un supermercado pequeño de la zona donde me estaba alojando, en un viejo hostal donde las habitaciones olían a naftalina y las sábanas estaban agujereadas por a saber qué puto bicho. No quería ni pensarlo. Necesitaba comer algo que no fuera sopa o hamburguesas o sino mi estómago terminaría por explotar. “¿Serán judías?”.
Un golpe brusco en mi espalda me sacó de aquel debate interno, en el que no sabía si llevarme judías o espárragos. Cuando me giré vi correr por el pasillo a una persona encapuchada que ni siquiera se giró para pedir disculpas. “Putos rusos” dije para mí mismo, volviendo de nuevo a mi interesante debate.
-¡Eh! ¡Tú! ¡Suelta eso! –un guarda de seguridad, acompañado por la cajera -muy preocupada- que me señalaba con insistencia, se acercó a mí con actitud amenazante. Posiblemente fueron los nervios y la mala suerte del novato, pero no entendí lo que me dijeron. ¿Qué iba a entender? ¡Estaba en un puto país incomprensible!
-¿Qué? –fue lo único que me salió por mi estúpida boca, mientras, sin darme cuenta, iba echándome hacia atrás por miedo a la porra que blandía el segurata en sus manos. ¡Pero si yo no había hecho nada! –Si estáis buscando a alguien, se acaba de ir por ahí –señalé hacia atrás, pero no me entendieron una mierda.
- Devuelve lo que nos has robado, tú estabas con esa chica, me lo ha dicho –dijo la cajera, quien me miraba con cierto temor. Posiblemente no vendía mucho en ese supermercado y por poco que fuera, un robo no era bueno para el negocio.
- No, señora, yo estar solo aquí –me señalé a mí mismo y negué con la cabeza con vehemencia.
- No, ella me ha dicho que eras su novio –esta vez la amabilidad desapareció de su forma de hablar y el guarda se acercó a mí con tanto ímpetu que el pánico se apoderó de mí. Joder, estaba en un país extranjero, era la primera vez que salía a comprar por mí mismo y tenía que ocurrirme aquello en ese momento.
Por un momento no supe qué estaba haciendo, pero solo pude sentir que mis pies echaban a correr y mis piernas se movían por sí mismas. Como si mi cerebro hubiese actuado por sí solo y la parte superior de mi cuerpo no fuese más que un estorbo. Corrí tanto que no me di cuenta ni de que salía por la puerta principal, ni de que me saltaba un semáforo y casi me atropellaba un coche, ni de que a mi lado corría la chica que había robado en el supermercado. El guarda iba tras nosotros gritando con todas sus fuerzas, aireando en sus manos la porra.
En aquel momento lo único que se me ocurrió para darle esquinazo, fue esconderme en un contenedor que había en un callejón sin salida. Cuando estuvimos seguros de que no rondaba todavía por la zona, nos apartamos del apestoso contenedor lleno de algo que parecían huevos podridos. Resollando me apoyé de espaldas del edificio mugriento y miré a mi alrededor, allí lo más bonito que había era un gato medio muerto que me miraba sospechosamente. Cuando recuperé el aliento, me percaté de que me había ido con las dos latillas de judías y espárragos.
- Joder…
Cuando nos miramos por primera vez, ambos soltamos una carcajada tan fuerte que resonó en el callejón. La situación era tan absurda que hasta me dio cierta vergüenza reírme de aquella manera, pero no paramos hasta pasados unos minutos.
- Será mejor que no vuelvas por esa zona, si te ve el guarda puede que termines muerto –alcé la mirada para observarla, aun con la risa floja y me encontré de frente con una chica menuda, de pelo castaño y ojos terriblemente grises. Tenía una expresión severa, tensa y ceñuda. Vestía con ropas que tenían dos tallas más de las que necesitaba y unas botas que obviamente, no eran del tamaño adecuado. Entre sus brazos llevaba un montón de productos, que supuse, eran los robados.
- Espero que te estés muriendo de hambre –me acerqué a ella y le puse encima del montón de cosas las dos latas –porque no necesito que nadie me mate en este momento.
- ¡Tampoco eres ruso! –fue la primera persona que me hablaba en inglés desde que había puesto un pie en Moscú.
- No, soy americano –dije con cierto deje de resignación. – ¿Y tú?
Pero no me contestó. Solo me miró con curiosidad y luego se giró para marcharse.
- Eh, ¿A dónde vas?
- No te interesa –tenía una voz grave y segura, pero con un ligero tono de duda que me obligó a perseguirla. En mi vida en Nueva York nunca había conocido a una chica de esta forma, siempre era lo típico: ibas de fiesta y conocías a alguien que luego te llevabas a casa para pasar una buena noche. Por alguna extraña razón, esa chica tenía algo que atraía y me hacía sentir una curiosidad que no había tenido hasta entonces. Luego pensé que posiblemente mi soledad en aquel país era la razón de esa curiosidad, y es que hacía días que no hablaba con alguien en mi idioma.
- Venga, ¡acabas de provocar que me persiga un segurata, diciendo que eras mi novia! ¡Sí que me interesa! –me coloqué a su lado y caminé a su lado. Durante todo el camino permanecimos en silencio, pues ella no volvió a abrir la boca. No sabía qué decir, mi menté bullía en mil preguntas. ¿Qué hacía ella allí? ¿Por qué había robado? ¿Por qué me había metido a mí en el juego? ¿Cómo se llamaba?
No sé cuánto tiempo estuvimos caminando juntos hacia un dirección que desconocía, pero me veía arrastrado por ella como un perrito faldero. Tal vez pasaron diez minutos, tal vez media hora, pero ella no dijo ni una sola palabra desde que salimos de aquel callejón. Cuando se detuvo, a escasos metros de un extraño edificio, me miró.
- Vivo aquí ¿quieres pasar? –me miró con aquellos ojos tan fríos que me atenazaron las entrañas. Parecían esconder un sufrimiento que yo no era capaz de comprender. Así que asentí como un idiota y la seguí hacia el interior del edificio, que parecía a medio construir. No era un colegio, pero tampoco era un edificio de pisos.
Estábamos en las afueras de la ciudad y a lo lejos se podía ver un pequeño lago que comenzaba a congelarse debido a las altas temperaturas que comenzaban a amenazar la ciudad. El invierno estaba al caer.
Cuando entramos en el edificio me dirigió con tranquilidad a través de los múltiples pasillos que conformaban el sitio. Se oía gente hablar, gritos y risas pero no pude ser capaz de adivinar de donde procedían aquellos sonidos. Ella siguió caminando y cuando llegó a una puerta de color morado, sacó una llave y abrió.
- Esta es mi habitación, pasa –pasé sin pensármelo dos veces y me encontré con una sala cuadrada, lo suficientemente grande para vivir con ciertas comodidades.
- ¿Vives aquí?
- Eso es lo que te he dicho, sí –dejó las cosas sobre la cama y acto seguido se quitó el abrigo. Era delgada y enjuta, la espalda curvada y su cuello extremadamente fino me provocaron un suave escalofrío.
- ¿Qué es este sitio?
- No lo sé, llevo aquí desde hace un mes –para mi sorpresa, se giró hacia mí y sin miramiento alguno se quitó el jersey que llevaba.
- ¿Qué haces? –me eché hacia atrás, como si se tratara de un bicho a punto de picotearme. Esa tía estaba loca.
- ¿Qué? ¿No has venido conmigo por eso? –decepcionada y con los brazos en jarras me miró amenazante.
- ¡No! ¡No! –“¿no?” pensé, mirando su cuerpo desnudo. Me miró como si fuese un bicho extraño, pero sin decir nada más se volvió a poner el jersey y se sentó en la cama. Ahora ella era la que me miraba con curiosidad y la situación fue tan violenta que estuve a punto de dejar las latillas de espárragos e irme.
- Me llamo Tarja, soy finlandesa –dijo al fin, haciendo un hueco en la cama entre las cosas que había robado. –Puedes sentarte, no voy a comerte.
- Yo soy Nathan –dije tras sentarme a su lado. Nuestras miradas se cruzaron durante varios segundos que se hicieron eternos y un silencio incómodo inundó la habitación. Lo único que se me ocurrió decir en ese instante para romper el hielo fue: – Tienes unas tetas muy bonitas, por cierto.
Tarja alzó las cejas y como si le hubiese activado un resorte oculto, comenzó a reírse a carcajadas. Tenía una risa preciosa y su rostro parecía tan relajado que parecía haber dejado de llevar sobre sus hombros el peso del mundo y por alguna razón entendí que hacía mucho tiempo que no se reía así. Desde entonces supe que quería volver a verla reír todos los días de mi vida.