Nuestro Primer Encuentro
Le ardía el hombro derecho. Era una quemazón sorda, opaca e intensa, muy parecida a un dolor persistente y fuerte o a un apretón que, continuado en el tiempo, acababa transformado en dolor. Era consciente de que no podía moverlo y el entumecimiento ya empezaba a adormecerle los dedos. Hacía tiempo que había querido cerrar la mano, o sacarla de debajo de su cuerpo en su defecto, pero no podía y lo peor de todo era que tampoco quería hacerlo.
Porque moverse era un suplicio.
Ya no sentía el frío. No tenía ningún periódico (ni siquiera cuatro hojas de ese dichoso papel mal puestas sobre su cuerpo) para guarecerse pero en cualquier caso en ese rinconcito oscuro no se estaba demasiado mal. Al menos la nieve no le caía encima sino al final de ese túnel que se veía como un punto blanco cada vez más escaso, oscilante e intermitente conforme los coches lo opacaban con sus luces de neón. Aunque había agua... Pero tampoco era demasiado molesta cuando ya toda la ropa estaba completamente empapada.
Lo peor de todo era que su cartera estaba intacta y su teléfono móvil seguía en el bolsillo de sus pantalones, allá donde lo metiera al principio de la mañana. Todo el dinero que cogiera al salir de casa seguía allí; no faltaba ni un mísero copeck. Hablar de euros directamente no tenia cabida.
Él se lo había buscado, pero buscar culpables no iba a hacer que se sintiera mejor. Al menos el dolor físico había opacado al psíquico... Y ya ni siquiera sentía el primero. Después de todo, ésa sería una buena manera de olvidar.
Creía recordar haber visto a tres, pero el cuarto era el que le había golpeado con más contundencia. Y si bien no estaba acostumbrado a pelearse, sabía distinguir a la perfección un puño de una vara de metal. O de un bate de béisbol... Y estaba seguro de que sólo uno de ellos le había atacado usando las manos. Valientes cobardes, bastardos hijos de puta... Pero él se lo había buscado.
Debía haber supuesto que al matón de turno no le sentaría bien que le echara la cerveza a la cara. Debía haber supuesto que no iría solo y debía haber supuesto que tan sólo su atrevimiento de plantarles cara ya habría desencadenado una lucha sin necesidad del agravante de haber empapado al cabecilla. La paliza habría sido menor en ese caso... Pero el muchacho había decidido dejarse llevar por primera vez en su vida.
Y morirse debajo de un puente no era lo mismo que aparecer ahogado, hinchado y con los ojos saltones en la orilla del río Moscova. Morir dulcemente tenía más categoría.
Aunque él no quisiera morir. Pero aún tenía la mente suficientemente lúcida como para saber que si no se movía de allí, se congelaría (también podía congelarse moviéndose porque hacía un frío infernal, pero en eso no reparó entonces). El problema estaba en que no podía moverse.
Porque moverse era un suplicio.
Sus músculos gritaban en rebeldía en cuanto hacía el más mínimo gesto, así que pensar en ponerse en pie estaba descartado. Le dolía tanto el costado izquierdo que respiraba con lentitud, con bocanadas amplias para que, al menos, el dolor no fuese continuo y lacerante sino intermitente y seco. Menos mal que en clase de música le enseñaron a respirar con el abdomen... Porque claro, respirar con los hombros tampoco podía. Menuda mierda.
También le dolía un pie. No sabía cuál. Probablemente los dos; malditas botas que siempre se calaban con el frío... Tendría que comprarse otras si salía de ésa.
Aunque de momento sólo tenía sueño.
* * *
En algún lugar destellaron los ojos de un gato callejero, pero no tardaron en perderse en algún otro recoveco del paso, como tragados por las sombras profundas cuando fue otra sombra, más tenue, la que se alargó reptando sobre los muros al otro extremo del puente. La figura que la proyectaba caminaba con paso firme, sin preocuparse en vadear los charcos de agua congelada sobre la irregular superficie del suelo. La capucha de un abrigo negro y grueso se mantenía baja, dejando apenas a la vista el perfil aguileño de un varón joven, la piel de un ligero tono rosado y unos labios bien perfilados y gruesos que se movían suavemente mientras las manos, al resguardo de las mangas del abrigo, contaban con metódica eficacia un pequeño fajo de billetes. Un sonido tenue y agudo surgía de debajo de la capucha, algo quizás con pretensiones de ser música, que al otro lado de los pequeños auriculares debía oírse a un volumen ensordecedor, aunque desde fuera no era más que un chirrido irritante. Más allá del dinero y de la música, la figura se movía como si no fuera consciente del resto del mundo a su alrededor... como si sencillamente no estuviera allí.
Y entonces, al pasar junto a la figura ovillada en el suelo junto a una de las paredes, unos ojos oscuros y almendrados se tornaron hacia ella bajo el borde de la capucha y del cabello empapado. Pero no se detuvieron, al igual que los pasos.
No fue hasta que un charco de luz ambarina rieló donde el paso bajo el puente se abría a los edificios rojos recortados contra el cielo gris, como si el mismo borde de la luz quemara, cuando la figura se paró. Permaneció allí de pie durante casi un minuto completo. Y regresó allá donde sus ojos se detuvieran instantes antes.
Se sentó sobre los talones con un crujido de cuero. Con la misma metódica calma, dobló los billetes por la mitad y los guardó en el bolsillo interior de su abrigo antes de cruzar los brazos sobre las rodillas. Otro puto yonki... A saber con qué mierda se había chutado para que más putos yonkis quisieran dejarle la cara como se la habían dejado. Las drogas de diseño estaban a la orden del día aun cuando cada día eran más agresivas, más letales y a más corto plazo, pero nada de ello parecía disuadir a sus millones de consumidores de dedicarse en cuerpo y alma a ellas. Tsk... una triste verdad que alguien tendría que haberle recordado a sí mismo.
—...Una mala noche... —susurró. Su voz se elevó en pequeñas nubes de vaho.
Malísima. Tan mala que el muchacho tirado en el suelo no podía contestarle. Así que se limitó a mirarlo.
Tenía el cabello rojo como el fuego y a través de sus párpados entrecerrados se podía apreciar un iris tan brillante como las luces amarillas que titilaban en la calle. Como fuegos fatuos entre la nieve y la niebla moscovita que impedían ver más allá de cinco metros fuera, donde las inclemencias del tiempo se hacían notar cada vez más. Sus labios entreabiertos estaban hechos para ser besados, mordidos, lamidos, maltratados... Tan fuertes y débiles al mismo tiempo, dejaban escapar un aliento trémulo como único signo visible de que seguía vivo. Pobre infeliz... Al día siguiente, sin duda, tendría tiempo para arrepentirse.
—Arriba, bella durmiente. Te llevaría en brazos si pusieras un poco de tu parte, ¿no crees?
Le tocó una mejilla. Aún se notaban sobre la piel las marcas del golpe. Y ese brazo... No había que ser demasiado listo para comprobar que tenía el hombro derecho dislocado. El hospital más cercano estaba a varias horas de camino, y si por aquel entonces el muchacho no se había muerto, cosa que dudaba, tendría que recorrer otras dos horas para llevarlo a la morgue. Puto sistema que ni siquiera contaba con el número de ambulancias adecuadas... Tsk. No; mejor llevarlo directamente a su casa; era más práctico.
Tiró de él hasta ponerlo en pie y por la expresión contraída de su rostro, supo que habría gritado de haber tenido fuerzas para hacerlo. Qué desastre. El joven era una preciosidad, pero estaba en tan pésimas condiciones que cualquiera habría pensado que era un monstruo sacado de las peores películas de terror barato. Pero estaba calentito... Y si al menos no notaba el calor de su cuerpo, sí le serviría para darse calor a sí mismo hasta la parada de metro más cercana.
Le rodeó la cintura con un brazo hasta afianzar gran parte de su peso sobre la cadera, le cogió el izquierdo, se lo echó sobre los hombros y empezó a avanzar.
Y tampoco esa vez evadió los charcos del camino; ya tenía suficiente cargando con el peso muerto del joven como para preocuparse de esas nimiedades.
Porque moverse era un suplicio.
Ya no sentía el frío. No tenía ningún periódico (ni siquiera cuatro hojas de ese dichoso papel mal puestas sobre su cuerpo) para guarecerse pero en cualquier caso en ese rinconcito oscuro no se estaba demasiado mal. Al menos la nieve no le caía encima sino al final de ese túnel que se veía como un punto blanco cada vez más escaso, oscilante e intermitente conforme los coches lo opacaban con sus luces de neón. Aunque había agua... Pero tampoco era demasiado molesta cuando ya toda la ropa estaba completamente empapada.
Lo peor de todo era que su cartera estaba intacta y su teléfono móvil seguía en el bolsillo de sus pantalones, allá donde lo metiera al principio de la mañana. Todo el dinero que cogiera al salir de casa seguía allí; no faltaba ni un mísero copeck. Hablar de euros directamente no tenia cabida.
Él se lo había buscado, pero buscar culpables no iba a hacer que se sintiera mejor. Al menos el dolor físico había opacado al psíquico... Y ya ni siquiera sentía el primero. Después de todo, ésa sería una buena manera de olvidar.
Creía recordar haber visto a tres, pero el cuarto era el que le había golpeado con más contundencia. Y si bien no estaba acostumbrado a pelearse, sabía distinguir a la perfección un puño de una vara de metal. O de un bate de béisbol... Y estaba seguro de que sólo uno de ellos le había atacado usando las manos. Valientes cobardes, bastardos hijos de puta... Pero él se lo había buscado.
Debía haber supuesto que al matón de turno no le sentaría bien que le echara la cerveza a la cara. Debía haber supuesto que no iría solo y debía haber supuesto que tan sólo su atrevimiento de plantarles cara ya habría desencadenado una lucha sin necesidad del agravante de haber empapado al cabecilla. La paliza habría sido menor en ese caso... Pero el muchacho había decidido dejarse llevar por primera vez en su vida.
Y morirse debajo de un puente no era lo mismo que aparecer ahogado, hinchado y con los ojos saltones en la orilla del río Moscova. Morir dulcemente tenía más categoría.
Aunque él no quisiera morir. Pero aún tenía la mente suficientemente lúcida como para saber que si no se movía de allí, se congelaría (también podía congelarse moviéndose porque hacía un frío infernal, pero en eso no reparó entonces). El problema estaba en que no podía moverse.
Porque moverse era un suplicio.
Sus músculos gritaban en rebeldía en cuanto hacía el más mínimo gesto, así que pensar en ponerse en pie estaba descartado. Le dolía tanto el costado izquierdo que respiraba con lentitud, con bocanadas amplias para que, al menos, el dolor no fuese continuo y lacerante sino intermitente y seco. Menos mal que en clase de música le enseñaron a respirar con el abdomen... Porque claro, respirar con los hombros tampoco podía. Menuda mierda.
También le dolía un pie. No sabía cuál. Probablemente los dos; malditas botas que siempre se calaban con el frío... Tendría que comprarse otras si salía de ésa.
Aunque de momento sólo tenía sueño.
* * *
En algún lugar destellaron los ojos de un gato callejero, pero no tardaron en perderse en algún otro recoveco del paso, como tragados por las sombras profundas cuando fue otra sombra, más tenue, la que se alargó reptando sobre los muros al otro extremo del puente. La figura que la proyectaba caminaba con paso firme, sin preocuparse en vadear los charcos de agua congelada sobre la irregular superficie del suelo. La capucha de un abrigo negro y grueso se mantenía baja, dejando apenas a la vista el perfil aguileño de un varón joven, la piel de un ligero tono rosado y unos labios bien perfilados y gruesos que se movían suavemente mientras las manos, al resguardo de las mangas del abrigo, contaban con metódica eficacia un pequeño fajo de billetes. Un sonido tenue y agudo surgía de debajo de la capucha, algo quizás con pretensiones de ser música, que al otro lado de los pequeños auriculares debía oírse a un volumen ensordecedor, aunque desde fuera no era más que un chirrido irritante. Más allá del dinero y de la música, la figura se movía como si no fuera consciente del resto del mundo a su alrededor... como si sencillamente no estuviera allí.
Y entonces, al pasar junto a la figura ovillada en el suelo junto a una de las paredes, unos ojos oscuros y almendrados se tornaron hacia ella bajo el borde de la capucha y del cabello empapado. Pero no se detuvieron, al igual que los pasos.
No fue hasta que un charco de luz ambarina rieló donde el paso bajo el puente se abría a los edificios rojos recortados contra el cielo gris, como si el mismo borde de la luz quemara, cuando la figura se paró. Permaneció allí de pie durante casi un minuto completo. Y regresó allá donde sus ojos se detuvieran instantes antes.
Se sentó sobre los talones con un crujido de cuero. Con la misma metódica calma, dobló los billetes por la mitad y los guardó en el bolsillo interior de su abrigo antes de cruzar los brazos sobre las rodillas. Otro puto yonki... A saber con qué mierda se había chutado para que más putos yonkis quisieran dejarle la cara como se la habían dejado. Las drogas de diseño estaban a la orden del día aun cuando cada día eran más agresivas, más letales y a más corto plazo, pero nada de ello parecía disuadir a sus millones de consumidores de dedicarse en cuerpo y alma a ellas. Tsk... una triste verdad que alguien tendría que haberle recordado a sí mismo.
—...Una mala noche... —susurró. Su voz se elevó en pequeñas nubes de vaho.
Malísima. Tan mala que el muchacho tirado en el suelo no podía contestarle. Así que se limitó a mirarlo.
Tenía el cabello rojo como el fuego y a través de sus párpados entrecerrados se podía apreciar un iris tan brillante como las luces amarillas que titilaban en la calle. Como fuegos fatuos entre la nieve y la niebla moscovita que impedían ver más allá de cinco metros fuera, donde las inclemencias del tiempo se hacían notar cada vez más. Sus labios entreabiertos estaban hechos para ser besados, mordidos, lamidos, maltratados... Tan fuertes y débiles al mismo tiempo, dejaban escapar un aliento trémulo como único signo visible de que seguía vivo. Pobre infeliz... Al día siguiente, sin duda, tendría tiempo para arrepentirse.
—Arriba, bella durmiente. Te llevaría en brazos si pusieras un poco de tu parte, ¿no crees?
Le tocó una mejilla. Aún se notaban sobre la piel las marcas del golpe. Y ese brazo... No había que ser demasiado listo para comprobar que tenía el hombro derecho dislocado. El hospital más cercano estaba a varias horas de camino, y si por aquel entonces el muchacho no se había muerto, cosa que dudaba, tendría que recorrer otras dos horas para llevarlo a la morgue. Puto sistema que ni siquiera contaba con el número de ambulancias adecuadas... Tsk. No; mejor llevarlo directamente a su casa; era más práctico.
Tiró de él hasta ponerlo en pie y por la expresión contraída de su rostro, supo que habría gritado de haber tenido fuerzas para hacerlo. Qué desastre. El joven era una preciosidad, pero estaba en tan pésimas condiciones que cualquiera habría pensado que era un monstruo sacado de las peores películas de terror barato. Pero estaba calentito... Y si al menos no notaba el calor de su cuerpo, sí le serviría para darse calor a sí mismo hasta la parada de metro más cercana.
Le rodeó la cintura con un brazo hasta afianzar gran parte de su peso sobre la cadera, le cogió el izquierdo, se lo echó sobre los hombros y empezó a avanzar.
Y tampoco esa vez evadió los charcos del camino; ya tenía suficiente cargando con el peso muerto del joven como para preocuparse de esas nimiedades.