Reset*
*Este relato cuenta cómo éste personaje entró en Kaleidoscope y forma parte de una serie completa de los relatos que he escrito sobre la misma temática que puedes encontrar aquí.
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El olor rancio de aquel local penetraba sus fosas nasales
sin piedad; una mezcla de café quemado, tabaco negro y madera mojada. El dueño
del tugurio la miraba de reojo cuando tenía oportunidad y en los treinta
minutos que aguardó a su cita, el hombre encontró múltiples ocasiones para
hacerlo. Pero ella prefería ignorar aquellas insidiosas muestras de deseo y
centrarse en el poema que, a su pesar, parecía no querer surgir de su mente.
Había encontrado sitio en una pequeña pero luminosa esquina del pub, compuesta por una mesa coja --que habían estabilizado con un trozo de cartón— y dos sofás de color aceituna cuya apariencia dejaba mucho que desear. Las cortinas corridas daban paso a un gran ventanal que permitía disfrutar de aquel maravilloso día en Moscú. En la mesita, una taza de café humeante esperaba a que ella diese el siguiente sorbo. Aquella chica era menuda y enjuta, de rasgos orientales pero en cuyas venas sólo corría sangre alemana; cabello largo y sedoso de un color miel que resaltaba en aquel rostro ovalado sus enormes ojos verdes enmarcados en frondosas cejas negras que evidenciaban en su color el olvidado tono de su cabello original. En sus manos huesudas reposaba una preciosa libreta donde durante aquellos treinta minutos había intentado, en vano, terminar el dichoso poema.
El sonido de la calle apenas perturbaba el silencio del lugar y cuando la puerta rechinó, todas las miradas se dirigieron inquisitivas hacia el individuo. Casi tan alto que tocaba el techo, tuvo que inclinarse ligeramente para poder ascender los tres escalones que daban paso al local. En la barra el camarero le tomó nota y después de una charla vacua señaló con media sonrisa la pequeña esquina luminosa donde la muchacha esperaba a su cita. El hombre, antes siquiera de pagar su consumición se acercó a ella.
— ¿Hellä? Soy Kazuki… Siento la tardanza—.
Con cierta torpeza, ella se levantó de su asiento y estrechó la mano de aquel hombre que doblaba su altura. —No importa, gracias por venir…
Kazuki dedicó una amable sonrisa a la muchacha, mientras tomaba asiento en el sofá contiguo. Su rostro delataba las condiciones climatológicas del exterior: nariz roja, ojos llorosos y cabello ligeramente moteado de copos de nieve ya líquidos. Sin duda, para Hellä aquel día era espléndido mientras que para el resto del mundo, era un día de perros.
El camarero interrumpió durante breves segundos su escueta presentación para servir en la mesa, junto al café —ya frío— una jarra de cerveza que igualaba por tamaño las gigantes manos de Kazuki. No es que fuera un hombre obeso, pero tenía una complexión fuerte, de anchos hombros y piernas largas, pies y manos desmesurados y en su rostro, sus rasgos eran tan exagerados que cautivaban; su iris azul intenso enmarcado en ojos almendrados, con largas pestañas y espesas cejas azabaches. El cabello le caía a los lados, a pesar de llevarlo recogido en una pequeña coleta.
— ¿Quieres que pida otro café? Debe de estar congelado.
Ella negó con la cabeza con timidez. No quería molestar a nadie con sus despistes. Había estado tan concentrada intentando darle sentido a aquel poema que no se percató del café que esperaba sobre la mesa. «Hellä…» pensó, mirando con resignación aquella taza color ocre.
Después de quitarse el abrigo negro, Kazuki dio un gran sorbo a su cerveza y se pasó los dedos índice y corazón por el borde de los labios, deshaciéndose con disimulo de la espuma rebelde.
— Sé que hemos hablado un poco por teléfono, pero necesito conocer mejor tu situación. Espero que lo entiendas… en estas situaciones me arriesgo bastante a denuncias por parte de padres o familiares —sentenció mirando con decisión a la chica, quien un tanto acobardada por la presencia imponente del japonés asintió con cierto recato.
— Necesito que me cuentes la verdad y que no omitas ningún dato que pueda perjudicarme a mí o Kaleidoscope.
Hellä volvió a asentir, ahora sintiendo que se metía en un callejón sin salida, pero sabía que podía confiar en él. Al menos, eso había dicho Ginis.
— Cuando quieras…—. Hellä respiró profundamente y apoyó las manos sobre la mesa. Tenía unas manos bonitas, alargadas, femeninas, de muñeca frágil. Cuando abrió los labios para comenzar su relato, apenas levantó la vista de ellas.
Hellä nació en los años noventa, una época marcada por la desintegración de la URSS en 1989 con la caída del muro de Berlín. Fue allí donde sus padres concibieron a su futura hija. Años atrás, cerca de la caída del régimen nazi, los abuelos de Hellä lucharon en la clandestinidad y a pesar de perder a muchos de sus amigos, lograron sobrevivir. Con la caída de Hitler en 1945 y la llegada de la posguerra a Alemania, sus abuelos huyeron con un grupo de amigos hacia Moscú. Durante años vivieron en la idealizada ciudad, intentando encontrar esa chispa en el comunismo que años atrás les había hecho luchar contra su propio pueblo. Tras la separación de Alemania y la división de Berlín por el muro en 1961 ambas parejas y sus hijos, amigos inseparables, decidieron volver a su ciudad natal y comprobar lo que la propaganda comunista intentaba acallar. Tina y Karl, de once años de edad, se volvieron inseparables. Durante años hasta la caída del muro lucharon por sus libertades e intentaron construir un mundo mejor donde no existieran barreras físicas entre iguales. Finalmente sus esfuerzos —y los de mucha más gente— se hicieron posibles. Es posible que la alegría llevara a que un año después Hellä naciera un 9 de noviembre de 1990.
La nueva política internacional ocasionó multitud de oportunidades para los ciudadanos de la antigua República Democrática Alemana. Muchos permanecieron en sus hogares y otros decidieron huir de aquellos recuerdos pasados. Los padres de Hellä fueron de los primeros y aunque muchas cosas cambiaron, vivieron con la satisfacción de saber que su hija viviría en un mundo mejor.
Mientras Hellä contaba su relato, la noche se echaba sobre la ciudad. Kazuki miraba con interés a la muchacha, quien había aprovechado el descanso para pedir un nuevo café al camarero. Después de apartar el primero, casi intacto, el dueño del local le sirvió la taza humeante frente a sus manos, entrelazadas.
— ¿Tus abuelos murieron en Berlín?
— No, no les gustó lo que vieron en su antigua ciudad y cuando mis padres fueron independientes, volvieron a Moscú.
— ¿Vives con ellos?
— Vivo con mi abuela, la madre de mi madre—. Una leve sonrisa desapareció de su rostro al llevarse la taza de café a los labios. La fina pátina de espuma permaneció en sus labios hasta que con sutileza la retiró con su lengua.
— ¿Qué pasó entonces?
La muchacha giró con languidez la cabeza hacia el gran ventanal. Ya no entraba luz, tan solo un indicio de que la vida continuaba allá fuera, ajena al relato que había comenzado minutos atrás.
Tina y Karl jamás dejaron de luchar contra aquello que les parecía injusto. Su hija, por el contrario, había crecido en un período tranquilo, donde su única inquietud había sido la literatura y la filosofía. El espíritu luchador de sus padres no había traspasado el carácter de Hellä.
Desgraciadamente, después de la Segunda Guerra Mundial el fascismo no desapareció y esa ideología perduró en pequeños grupos de jóvenes que de vez en cuando levantaban viejas heridas. Sus padres no podían saber que después de aquella manifestación en contra de esos movimientos todo acabaría para ellos.
— ¿Qué edad tenías cuando ocurrió? —preguntó casi en un susurro, prefiriendo mantener en secreto cierta información.
— Tenía catorce años. Recuerdo a mi padre emocionado, porque por fin había logrado interesarme en una de esas manifestaciones a las que ellos seguían acudiendo—. Un suspiro y de nuevo aquella mirada lejana.
— Si quieres un descanso…
— No, estoy bien. Cuando había acabado la manifestación, aparecieron de repente. Encapuchados, con banderas, gritando. Todo está confuso, pero puedo sentir todavía la presión en mi muñeca—. Involuntariamente, Kazuki advirtió el imperceptible gesto de Hellä: su mano aferrándose a aquella esquelética muñeca.
— Según tengo entendido, tu padre murió por un golpe…
— En verdad ellos no tuvieron nada que ver. Tropezó cuando huíamos y… se golpeó.
— ¿Y tu madre?
Hellä desvió entonces la mirada y aferró más fuerte su muñeca entre sus manos. Notó como su respiración se aceleraba y para evitar que las primeras lágrimas cayeran por sus mejillas, tomó aire profundamente y cerró los ojos.
— Perdió la razón, supongo. Tuvimos que ingresarla en un centro de salud. Hace tiempo que no la visito, porque no me reconoce. Está atascada…
— ¿Atascada?
— Parece que hubiese retrocedido en el tiempo, cuando mi padre y ella aún eran adolescentes.
El silencio del local se hizo presente y Kazuki suspiró con cierta resignación. Conocía muchos casos como aquel; jóvenes huérfanos que no tenían nada en el mundo y se daban a la mala vida. Pero aquella muchacha era diferente. Para su edad era mucho más madura que otros jóvenes que había conocido y enfrentaba la realidad de los hechos con la misma dureza que un adulto. Sabía que podía ayudarla, pero aún creía que entre aquel relato se encontraba mucho más de lo que ella le había contado.
— ¿Sabe tu abuela tu decisión de entrar en Kaleidoscope?
— Mi abuela ya está muy mayor y ha decidido entrar en una residencia.
— Supongo que algún día me contarás que es lo que te has guardado ahí dentro… —. Con el dedo índice señaló en la distancia hacia el pecho de Hellä. En respuesta, una mirada llena de culpabilidad pero al mismo tiempo de resentimiento. — Kaleidoscope no es solo una residencia. Allí dentro hay jóvenes como tú que tienen muchos problemas para integrarse en la sociedad. Yo les doy techo, seguridad, alimento… y a cambio, ellos me confiesan sus problemas, sus temores.
— Conozco a alguien que me ha hablado de lo que haces allí. Sé que no es un hotel y tengo muchas cosas que quisiera contarte pero…
— Lo sé, no te preocupes.
Después de un largo suspiro, Hellä asintió con resignación. Momentos después, miró el reloj de muñeca de correa blanca y devolvió la mirada a Kazuki. — Es hora de volver.
Fuera el tiempo había empeorado. El cielo antes despejado, ahora se cubría de nubes amenazadoras; el frío era casi insoportable. Enfundada en un abrigo blanco de borreguillo y una bufanda de punto color beige Hellä parecía un punto de luz en medio de la oscuridad de la noche.
Ambos comenzaron a pasear por aquella calle en silencio, tal vez porque ambos estaban sumidos en la conversación que había ocupado su tarde o quizá porque no tenían nada que contar, hasta que llegaron a la esquina que daba a una avenida más iluminada.
— ¿Por qué alguien como tú se dedica a ayudar a gente como nosotros? Sé que la pregunta es un poco impertinente pero…
Kazuki emitió una ligera risa y miró a la chica con cierto aire divertido. — Lo cierto es que nadie me lo había preguntado antes, a excepción de una persona, pero… Supongo que yo también tengo secretos que desvelarte algún día, si me dejas.
Ambos se sonrieron al mismo tiempo y durante aquellos segundos de complicidad, ambos olvidaron los motivos que les había hecho reunirse esa tarde. — Espero verte pronto, Hellä —. Alargó su enorme mano y Hellä la estrechó con una sonrisa en los labios, dejando ver por primera vez su preciosa dentadura.
Había encontrado sitio en una pequeña pero luminosa esquina del pub, compuesta por una mesa coja --que habían estabilizado con un trozo de cartón— y dos sofás de color aceituna cuya apariencia dejaba mucho que desear. Las cortinas corridas daban paso a un gran ventanal que permitía disfrutar de aquel maravilloso día en Moscú. En la mesita, una taza de café humeante esperaba a que ella diese el siguiente sorbo. Aquella chica era menuda y enjuta, de rasgos orientales pero en cuyas venas sólo corría sangre alemana; cabello largo y sedoso de un color miel que resaltaba en aquel rostro ovalado sus enormes ojos verdes enmarcados en frondosas cejas negras que evidenciaban en su color el olvidado tono de su cabello original. En sus manos huesudas reposaba una preciosa libreta donde durante aquellos treinta minutos había intentado, en vano, terminar el dichoso poema.
El sonido de la calle apenas perturbaba el silencio del lugar y cuando la puerta rechinó, todas las miradas se dirigieron inquisitivas hacia el individuo. Casi tan alto que tocaba el techo, tuvo que inclinarse ligeramente para poder ascender los tres escalones que daban paso al local. En la barra el camarero le tomó nota y después de una charla vacua señaló con media sonrisa la pequeña esquina luminosa donde la muchacha esperaba a su cita. El hombre, antes siquiera de pagar su consumición se acercó a ella.
— ¿Hellä? Soy Kazuki… Siento la tardanza—.
Con cierta torpeza, ella se levantó de su asiento y estrechó la mano de aquel hombre que doblaba su altura. —No importa, gracias por venir…
Kazuki dedicó una amable sonrisa a la muchacha, mientras tomaba asiento en el sofá contiguo. Su rostro delataba las condiciones climatológicas del exterior: nariz roja, ojos llorosos y cabello ligeramente moteado de copos de nieve ya líquidos. Sin duda, para Hellä aquel día era espléndido mientras que para el resto del mundo, era un día de perros.
El camarero interrumpió durante breves segundos su escueta presentación para servir en la mesa, junto al café —ya frío— una jarra de cerveza que igualaba por tamaño las gigantes manos de Kazuki. No es que fuera un hombre obeso, pero tenía una complexión fuerte, de anchos hombros y piernas largas, pies y manos desmesurados y en su rostro, sus rasgos eran tan exagerados que cautivaban; su iris azul intenso enmarcado en ojos almendrados, con largas pestañas y espesas cejas azabaches. El cabello le caía a los lados, a pesar de llevarlo recogido en una pequeña coleta.
— ¿Quieres que pida otro café? Debe de estar congelado.
Ella negó con la cabeza con timidez. No quería molestar a nadie con sus despistes. Había estado tan concentrada intentando darle sentido a aquel poema que no se percató del café que esperaba sobre la mesa. «Hellä…» pensó, mirando con resignación aquella taza color ocre.
Después de quitarse el abrigo negro, Kazuki dio un gran sorbo a su cerveza y se pasó los dedos índice y corazón por el borde de los labios, deshaciéndose con disimulo de la espuma rebelde.
— Sé que hemos hablado un poco por teléfono, pero necesito conocer mejor tu situación. Espero que lo entiendas… en estas situaciones me arriesgo bastante a denuncias por parte de padres o familiares —sentenció mirando con decisión a la chica, quien un tanto acobardada por la presencia imponente del japonés asintió con cierto recato.
— Necesito que me cuentes la verdad y que no omitas ningún dato que pueda perjudicarme a mí o Kaleidoscope.
Hellä volvió a asentir, ahora sintiendo que se metía en un callejón sin salida, pero sabía que podía confiar en él. Al menos, eso había dicho Ginis.
— Cuando quieras…—. Hellä respiró profundamente y apoyó las manos sobre la mesa. Tenía unas manos bonitas, alargadas, femeninas, de muñeca frágil. Cuando abrió los labios para comenzar su relato, apenas levantó la vista de ellas.
Hellä nació en los años noventa, una época marcada por la desintegración de la URSS en 1989 con la caída del muro de Berlín. Fue allí donde sus padres concibieron a su futura hija. Años atrás, cerca de la caída del régimen nazi, los abuelos de Hellä lucharon en la clandestinidad y a pesar de perder a muchos de sus amigos, lograron sobrevivir. Con la caída de Hitler en 1945 y la llegada de la posguerra a Alemania, sus abuelos huyeron con un grupo de amigos hacia Moscú. Durante años vivieron en la idealizada ciudad, intentando encontrar esa chispa en el comunismo que años atrás les había hecho luchar contra su propio pueblo. Tras la separación de Alemania y la división de Berlín por el muro en 1961 ambas parejas y sus hijos, amigos inseparables, decidieron volver a su ciudad natal y comprobar lo que la propaganda comunista intentaba acallar. Tina y Karl, de once años de edad, se volvieron inseparables. Durante años hasta la caída del muro lucharon por sus libertades e intentaron construir un mundo mejor donde no existieran barreras físicas entre iguales. Finalmente sus esfuerzos —y los de mucha más gente— se hicieron posibles. Es posible que la alegría llevara a que un año después Hellä naciera un 9 de noviembre de 1990.
La nueva política internacional ocasionó multitud de oportunidades para los ciudadanos de la antigua República Democrática Alemana. Muchos permanecieron en sus hogares y otros decidieron huir de aquellos recuerdos pasados. Los padres de Hellä fueron de los primeros y aunque muchas cosas cambiaron, vivieron con la satisfacción de saber que su hija viviría en un mundo mejor.
Mientras Hellä contaba su relato, la noche se echaba sobre la ciudad. Kazuki miraba con interés a la muchacha, quien había aprovechado el descanso para pedir un nuevo café al camarero. Después de apartar el primero, casi intacto, el dueño del local le sirvió la taza humeante frente a sus manos, entrelazadas.
— ¿Tus abuelos murieron en Berlín?
— No, no les gustó lo que vieron en su antigua ciudad y cuando mis padres fueron independientes, volvieron a Moscú.
— ¿Vives con ellos?
— Vivo con mi abuela, la madre de mi madre—. Una leve sonrisa desapareció de su rostro al llevarse la taza de café a los labios. La fina pátina de espuma permaneció en sus labios hasta que con sutileza la retiró con su lengua.
— ¿Qué pasó entonces?
La muchacha giró con languidez la cabeza hacia el gran ventanal. Ya no entraba luz, tan solo un indicio de que la vida continuaba allá fuera, ajena al relato que había comenzado minutos atrás.
Tina y Karl jamás dejaron de luchar contra aquello que les parecía injusto. Su hija, por el contrario, había crecido en un período tranquilo, donde su única inquietud había sido la literatura y la filosofía. El espíritu luchador de sus padres no había traspasado el carácter de Hellä.
Desgraciadamente, después de la Segunda Guerra Mundial el fascismo no desapareció y esa ideología perduró en pequeños grupos de jóvenes que de vez en cuando levantaban viejas heridas. Sus padres no podían saber que después de aquella manifestación en contra de esos movimientos todo acabaría para ellos.
— ¿Qué edad tenías cuando ocurrió? —preguntó casi en un susurro, prefiriendo mantener en secreto cierta información.
— Tenía catorce años. Recuerdo a mi padre emocionado, porque por fin había logrado interesarme en una de esas manifestaciones a las que ellos seguían acudiendo—. Un suspiro y de nuevo aquella mirada lejana.
— Si quieres un descanso…
— No, estoy bien. Cuando había acabado la manifestación, aparecieron de repente. Encapuchados, con banderas, gritando. Todo está confuso, pero puedo sentir todavía la presión en mi muñeca—. Involuntariamente, Kazuki advirtió el imperceptible gesto de Hellä: su mano aferrándose a aquella esquelética muñeca.
— Según tengo entendido, tu padre murió por un golpe…
— En verdad ellos no tuvieron nada que ver. Tropezó cuando huíamos y… se golpeó.
— ¿Y tu madre?
Hellä desvió entonces la mirada y aferró más fuerte su muñeca entre sus manos. Notó como su respiración se aceleraba y para evitar que las primeras lágrimas cayeran por sus mejillas, tomó aire profundamente y cerró los ojos.
— Perdió la razón, supongo. Tuvimos que ingresarla en un centro de salud. Hace tiempo que no la visito, porque no me reconoce. Está atascada…
— ¿Atascada?
— Parece que hubiese retrocedido en el tiempo, cuando mi padre y ella aún eran adolescentes.
El silencio del local se hizo presente y Kazuki suspiró con cierta resignación. Conocía muchos casos como aquel; jóvenes huérfanos que no tenían nada en el mundo y se daban a la mala vida. Pero aquella muchacha era diferente. Para su edad era mucho más madura que otros jóvenes que había conocido y enfrentaba la realidad de los hechos con la misma dureza que un adulto. Sabía que podía ayudarla, pero aún creía que entre aquel relato se encontraba mucho más de lo que ella le había contado.
— ¿Sabe tu abuela tu decisión de entrar en Kaleidoscope?
— Mi abuela ya está muy mayor y ha decidido entrar en una residencia.
— Supongo que algún día me contarás que es lo que te has guardado ahí dentro… —. Con el dedo índice señaló en la distancia hacia el pecho de Hellä. En respuesta, una mirada llena de culpabilidad pero al mismo tiempo de resentimiento. — Kaleidoscope no es solo una residencia. Allí dentro hay jóvenes como tú que tienen muchos problemas para integrarse en la sociedad. Yo les doy techo, seguridad, alimento… y a cambio, ellos me confiesan sus problemas, sus temores.
— Conozco a alguien que me ha hablado de lo que haces allí. Sé que no es un hotel y tengo muchas cosas que quisiera contarte pero…
— Lo sé, no te preocupes.
Después de un largo suspiro, Hellä asintió con resignación. Momentos después, miró el reloj de muñeca de correa blanca y devolvió la mirada a Kazuki. — Es hora de volver.
Fuera el tiempo había empeorado. El cielo antes despejado, ahora se cubría de nubes amenazadoras; el frío era casi insoportable. Enfundada en un abrigo blanco de borreguillo y una bufanda de punto color beige Hellä parecía un punto de luz en medio de la oscuridad de la noche.
Ambos comenzaron a pasear por aquella calle en silencio, tal vez porque ambos estaban sumidos en la conversación que había ocupado su tarde o quizá porque no tenían nada que contar, hasta que llegaron a la esquina que daba a una avenida más iluminada.
— ¿Por qué alguien como tú se dedica a ayudar a gente como nosotros? Sé que la pregunta es un poco impertinente pero…
Kazuki emitió una ligera risa y miró a la chica con cierto aire divertido. — Lo cierto es que nadie me lo había preguntado antes, a excepción de una persona, pero… Supongo que yo también tengo secretos que desvelarte algún día, si me dejas.
Ambos se sonrieron al mismo tiempo y durante aquellos segundos de complicidad, ambos olvidaron los motivos que les había hecho reunirse esa tarde. — Espero verte pronto, Hellä —. Alargó su enorme mano y Hellä la estrechó con una sonrisa en los labios, dejando ver por primera vez su preciosa dentadura.