Sobredosis*
*Este relato cuenta cómo éste personaje entró en Kaleidoscope y forma parte de una serie completa de los relatos que he escrito sobre la misma temática que puedes encontrar aquí.
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Jon tenía diecisiete años cuando
su casa se había convertido en aquel callejón. El edificio había sido una
fábrica textil durante la guerra y se caía a pedazos. Pero allí dormían los
vagabundos y las mujeres de placer cuando no tenían dónde alojarse. El sitio
estaba alejado de la ciudad y en un polígono industrial que por la apariencia
no tenía mucha industria activa.
Lo cierto es que no había pegado palo al agua en toda su vida. Sus padres le habían dado todo lo que él había pedido por su boquita y estaba acostumbrado a sentarse y dejar que los demás hicieran el trabajo sucio por él. Nunca había destacado en los estudios y en la escuela era el horror para los profesores, quienes hartos de sus insultos, su falta de educación y su fanfarronearía le habían expedientado tantas veces que ni se acordaba.
Sus padres eran españoles, pero estaban afincados en Moscú desde los años setenta después de salir de España tras la muerte del dictador. Residentes durante su infancia en Gipuzkoa, eran, ambos, hijos de familias ricas, que a base de dinero gobernaban el país. Su matrimonio no fue más que una táctica más para unir a las familias y convertir su inmenso patrimonio en el más grande en toda la zona norte del país. De aquel matrimonio nacieron dos hijos. Jon fue el segundo y el más inesperado. Tal vez por esa razón el interés que tuvieron en aquel niño fue insuficiente y la falta de atención hizo que se desmadrara. En un intento por hacerle madurar le echaron de casa, pero aquel intentó solo consiguió que tirase por el camino equivocado.
Y ahora allí estaba él, sentado sobre aquel contenedor vacío y herrumbroso que cojeaba al mínimo movimiento. El día era soleado, pero hacía un frío atenazador hasta tal punto que no sentía los dedos de los pies. Al menos, el periódico que había encontrado la noche anterior le daba calor en la espalda y en el pecho. El moreno de su piel, según había dicho su padre, era una herencia de sus abuelos españoles pero para él no era motivo de orgullo, sino más bien un lastre con el que tenía que vivir todos los días, al ser señalado y considerado gitano por los blancuzcos rusos. El pelo negro como el azabache le caía largo hasta la cintura y hacía contraste con aquellos ojos azules que bien podrían haber pertenecido a alguno de esos “lechosos” como los llamaba, en un cuestionable castellano.
Llevaba días sin comer y notaba el estómago hundido, pero sabía que en aquella época del año poco se podía encontrar en los contenedores. Los mendigos se llevaban todo lo que podían y a él sólo le dejaban las sobras. «Como si fuese un puto perro asqueroso» pensó mientras daba una calada a aquél cigarro que tenia de todo menos tabaco.
Entonces, al alzar la vista se percató de aquella figura alargada que se acercaba hacia su territorio, y como perro guardián, se levantó encima del contenedor y a punto estuvo de caer a causa de la cojera del mamotreto. Era un joven extranjero, alto y delgado. Sin duda debía haberse extraviado porque aquel lugar no era para turistas. De un salto bajó del contenedor y se acercó a él para ayudarle y si surgía, sacarle unos pavos. El chico sonrió al ver a Jon, como si lo conociese de toda la vida. Tras aquellas gafas de empollón se escondían sus ojos rasgados y almendrados, pero no era japonés.
— Será mejor que vuelvas por donde has venido… Aquí pueden atracarte o algo peor —. Soltó Jon mientras se acercaba al chico. Apuró el cigarro y lo lanzó hacia una alcantarilla cercana.
— He quedado aquí con alguien. ¿Conoces a Jon… eh… Uribe? —. Era americano. El acento le delató. Jon le miró con cierta desconfianza mientras metía las manos en los bolsillos y luego negó con la cabeza.
— ¿Eres tú? —. Alzó las cejas y sacó una foto donde claramente se veía que era él. La foto era suya, aunque cuando se la hicieron tenía catorce o quince años, pero los ojos y el color oscuro de su piel eran suyos. Jon volvió a negar y se dio la vuelta, apresurado. Tenía que irse de allí.
— ¡Eh! ¡Espera! —. Aquello lo dijo en inglés y Jon le miró de reojo. «¿Pero quién cojones es este tío?» pensó al notar cómo había agarrado su hombro para detenerle, apartándose bruscamente.
— ¿Qué coño quieres? —. Escupió Jon en un burdo inglés.
Al ver que el joven sabía hablar inglés suspiró, claramente aliviado y se acercó a él con más tiento. Lo último que quería era verle huir en su primera misión para Kazuki. Si volvía con las manos vacías no quería ni pensar en la mirada del japonés.
— Me llamo Nathan—. Le tendió la mano y alzó las cejas, instándole a estrechársela. Pero aquello no funcionó y el rostro de Jon se arrugó en una clara muestra de desprecio. No le escupió porque sentía cierta curiosidad. Resignado, el americano apartó la mano y la guardó en el bolsillo. Era un chico de veintitantos, y la ropa que llevaba no parecía mala aunque no era de marca. Era un tío cualquiera que había acabado allí por alguna razón que Jon desconocía.
— ¿Te envían mis padres? Porque si es así mejor que te vayas. Paso de volver con esos desgraciados. Si quieren que vuelva a casa que vengan ellos mismos y me lleven a rastras.
— No conozco a tus padres, Jon. Solo vengo para ayudarte.
— No necesito tu ayuda. ¡Si no sé ni quién eres! ¿Cómo se que no eres de la policía o algo así? ¡Vete de aquí, maldito yanqui!
—¿Vives aquí?—. Haciendo caso omiso de sus comentarios, Nathan observó el edificio de ladrillo rojo. El techo medio caído había sido arreglado con techos de otros edificios para evitar que se filtrara el agua. Los cartones estaban desechos por el efecto del agua. El olor a humedad, suciedad y hacinamiento le inundaban las fosas nasales, pero por el contrario Jon parecía no apreciar aquellas cosas y se encogió de hombros como respuesta a su pregunta. —¿Qué quieres?
—Ya te lo he dicho, he venido a ayudarte. Por lo menos podrías venir conmigo a dar un paseo ¿no? —. Se giró hacia la carretera abandonada y con un gesto de cabeza le invitó a seguirle. El joven titubeó durante unos segundos hasta que al final se decidió a seguirle.
—Si no conoces a mis padres, ¿quién eres?
—Soy Nathan, ya te lo he dicho. Vivo a unas cuadras de aquí ¿te apetece un café?
—No, gracias. Es demasiado bueno para ser verdad, seguro que es una trampa.
Aquella carretera estaba descuidada, las malas hierbas salían por el borde de las aceras y por las alcantarillas se escapaba agua de dudosa salubridad. Las farolas estaban reventadas y ninguna tenía bombilla. En todos los edificios había pintadas y de vez en cuando podía ver como gente salía de allí para echar una meada o lo derivado. Aquel lugar era horrible y se notaba en el ambiente el peso de la marginación. Nathan, indignado, miró a su acompañante.
—Te prometo que no es ninguna trampa. Intento ayudarte a salir de este lugar ¿cómo has llegado aquí?
—No te interesa… pero mejor aquí que en mi puta casa.
—¿Tú crees? Yo puedo ofrecerte algo parecido a un hogar, mucho mejor que esto. Tendrás comida, una cama cómoda donde dormir…
—Sí ¿a cambio de qué? —. Le miró con cierta ira en su cara. Aquel tío era uno de esos pesados rehabilitados que buscaban gente para sus terapias. —A mi no me engañas.
—Mira, no quiero convencerte de nada—. Nathan se detuvo y le miró con seriedad. —Sé cuál es tu situación y me preocupa. Me han encargado venir aquí y darte esto—. Sacó un papel doblado del bolso y se lo entrego. —Piénsatelo y si te convence, ven y hablaremos. No tienes nada que perder.
Jon cogió el papel y lo metió en el bolso. Luego miró al americano y asintió. Aquella conversación había terminado y no tenía nada más que escuchar de ese chico. Sin despedirse se volvió hacia su “hogar” y suspiró. «No me dejan tranquilo» pensó. Agachó la cabeza y en un movimiento disimulado, sacó el papel del bolso y lo abrió. Reconoció la dirección que habían escrito, pero su mirada se fijó en el nombre que habían dado al lugar y sin darse cuenta, lo susurró:
–Kaleidoscope.
***
Días después, Nathan descubrió entre la maleza de la entrada del edificio y entre los cubos de basura vacíos el cuerpo del joven. Estaba congelado y puesto hasta las trancas. Con ayuda de Kazuki y Woo lograron meterlo en casa. Su aspecto era horrible, demacrado y el olor no era de ayuda. Pendientes de lo que sucedía, el resto de inquilinos miraba con cierta curiosidad y preocupación.
—Paw, ve a preparar una habitación, por favor—. Dijo Kazuki, mientras lo llevaban al cuarto de baño de la planta baja. No tenían bañera, así que tendrían que lavarlo en las duchas.
—Yo voy a la farmacia. Esa sobredosis no tiene buena pinta… —. Apuntó Kouji, quien rápidamente cogió su abrigo y gorro y salió del lugar de forma precipitada.
Kazuki asintió a aquello y rápidamente guió a los otros dos hasta la ducha. —Vamos a quitarle la ropa—. Murmuró mientras lo dejaban en el suelo de la ducha. —Tarja, ¿puedes buscar algo de ropa en el armario de mi cuarto? En una caja tengo ropa usada que no me sirve.
—Claro—. La chica, que aunque no lo expresaba, estaba preocupada por aquél chaval. Cruzada de brazos, salió rápidamente del baño en busca de la ropa que Kazuki le había ordenado buscar.
Entre los tres lograron quitarle la ropa, que tiraron directamente a la basura. El olor que desprendían a alcohol, orín y sudor era horrible. Se encontraron que debajo de la ropa estaba cubierto por papel de periódico, pero aquello no había sido suficiente para protegerlo de una noche de pleno invierno ruso a la intemperie.
—Tenía que haberlo traído directamente —. Susurró Nathan para sí mismo mientras encendía una de las duchas y regulaba el calor al máximo. —Es culpa mía.
—No es cierto, esto tenía que pasar. Ahora está aquí y no pienso dejarle ir a ningún sitio—. Sentenció el mayor, mientras que con ayuda de Woo lo colocaban debajo de la ducha, mojándose ellos también.
El estado de aquel joven era extremo. Se notaba que había malvivido durante mucho tiempo y eso había pasado factura a su cuerpo. Estaba en los huesos y tenía sendas marcas de pasadas palizas.
—Nathan, ve con Hellä y preparad algo de cenar… No voy a tener tiempo de hacer la cena y los demás necesitan estar atendidos también.
–Pero…
–¡Ve! Woo y yo nos encargamos.
El agua comenzó a quemar la piel de los dos asiáticos, pero la piel del español se fue tornando rosada y los labios azulados poco a poco fueron revitalizándose. Habían llegado a tiempo para salvarle la vida.
***
Había tanta luz que le costó abrir los ojos. Una mano en su hombro le indicó que no estaba solo y que no podía moverse. Le dolía todo el cuerpo, como si una losa de cemento gigante le hubiese caído encima. Tenía los labios tan agrietados que le escocían si intentaba abrir la boca. Cuando se acostumbró a la luz pudo distinguir un techo blanco como la nieve, así como las paredes completamente vacías. No había muchos muebles, a excepción de la cómoda cama en la que estaba tumbado. La funda de la colcha también era blanca. Por un momento pensó que se encontraba en un manicomio y asustado movió con brusquedad las manos. «No tengo camisa de fuerza y tampoco correas en las manos» pensó.
—No te muevas, tienes que descansar—. Dijo una voy profunda. Hablaba muy bien el ruso pero se notaba que aquel no era su idioma natal.
—¿Dónde estoy? —. La voz le salió como un silbido ronco y tuvo que tragar saliva dos veces antes de volver a hablar. La persona que se encontraba a su lado tenía el semblante serio. Sus ojos azules se clavaron en Jon y de forma tranquilizadora le sonrió.
—En tu nuevo hogar —. Contestó al mismo tiempo que se levantó de la silla, también blanca. —Es hora de que acabes con tu vida anterior.
Jon le siguió con la mirada, extrañado. «¿Esto es un puto sueño?» se preguntó a sí mismo, al mismo tiempo que intentó tocarse el rostro con una de sus manos, pero le pesaba como si le hubieran inyectado plomo por vía intravenosa.
—Quiero irme de aquí… —. Se intentó incorporar pero un latigazo de dolor recorrió toda su espalda y clavado en el sitio volvió a su antigua posición.
—Te he dicho que no te muevas, Jon. Dentro de un rato vendrá alguien para traerte la comida y siempre habrá alguien contigo para que no te aburras demasiado. Cuando necesites salir al baño dile a alguien que te acompañe… Y cuando comiences a sentir ganas de asesinar a alguien, díselo antes de hacerlo.
—¿Qué…? —. Jon se frotó la frente sin comprender nada en absoluto. —Esto es un loquero ¿no? ¡Me habéis secuestrado!
Kazuki sonrió y luego soltó una carcajada sonora que reverberó en el cuarto. —Te llevarás bien con Nathan, ya verás. Y no, esto no es un loquero, ni un hospital, aunque te hemos salvado la vida.
—¿Nathan…? Joder, el tío ese raro… —. Resoplo maldiciendo su suerte y con una lentitud que le parecía hasta aburrida se tapó por completo con el edredón. —Déjame en paz.
Y su orden no se hizo esperar. Pocos segundos después el sonido de la puerta resonó en la vacía habitación, así como las dos vueltas de llave que le hicieron estremecerse. Estaba encerrado. Entonces se acordó perfectamente: el último chute, el papel con el que pensaba hacerse aquél cigarro que al final no se fumó, la dirección escrita en ese papel y ese nombre tan extraño… Podía recordar perfectamente la imagen del edificio destartalado frente a sus narices, el olor a pollo recién asado saliendo por las ventanas, la nieve acumulada en aquel patio trasero donde habían hecho un muñeco de nieve, las risas que provenían del interior… y después, la nada.
Lo cierto es que no había pegado palo al agua en toda su vida. Sus padres le habían dado todo lo que él había pedido por su boquita y estaba acostumbrado a sentarse y dejar que los demás hicieran el trabajo sucio por él. Nunca había destacado en los estudios y en la escuela era el horror para los profesores, quienes hartos de sus insultos, su falta de educación y su fanfarronearía le habían expedientado tantas veces que ni se acordaba.
Sus padres eran españoles, pero estaban afincados en Moscú desde los años setenta después de salir de España tras la muerte del dictador. Residentes durante su infancia en Gipuzkoa, eran, ambos, hijos de familias ricas, que a base de dinero gobernaban el país. Su matrimonio no fue más que una táctica más para unir a las familias y convertir su inmenso patrimonio en el más grande en toda la zona norte del país. De aquel matrimonio nacieron dos hijos. Jon fue el segundo y el más inesperado. Tal vez por esa razón el interés que tuvieron en aquel niño fue insuficiente y la falta de atención hizo que se desmadrara. En un intento por hacerle madurar le echaron de casa, pero aquel intentó solo consiguió que tirase por el camino equivocado.
Y ahora allí estaba él, sentado sobre aquel contenedor vacío y herrumbroso que cojeaba al mínimo movimiento. El día era soleado, pero hacía un frío atenazador hasta tal punto que no sentía los dedos de los pies. Al menos, el periódico que había encontrado la noche anterior le daba calor en la espalda y en el pecho. El moreno de su piel, según había dicho su padre, era una herencia de sus abuelos españoles pero para él no era motivo de orgullo, sino más bien un lastre con el que tenía que vivir todos los días, al ser señalado y considerado gitano por los blancuzcos rusos. El pelo negro como el azabache le caía largo hasta la cintura y hacía contraste con aquellos ojos azules que bien podrían haber pertenecido a alguno de esos “lechosos” como los llamaba, en un cuestionable castellano.
Llevaba días sin comer y notaba el estómago hundido, pero sabía que en aquella época del año poco se podía encontrar en los contenedores. Los mendigos se llevaban todo lo que podían y a él sólo le dejaban las sobras. «Como si fuese un puto perro asqueroso» pensó mientras daba una calada a aquél cigarro que tenia de todo menos tabaco.
Entonces, al alzar la vista se percató de aquella figura alargada que se acercaba hacia su territorio, y como perro guardián, se levantó encima del contenedor y a punto estuvo de caer a causa de la cojera del mamotreto. Era un joven extranjero, alto y delgado. Sin duda debía haberse extraviado porque aquel lugar no era para turistas. De un salto bajó del contenedor y se acercó a él para ayudarle y si surgía, sacarle unos pavos. El chico sonrió al ver a Jon, como si lo conociese de toda la vida. Tras aquellas gafas de empollón se escondían sus ojos rasgados y almendrados, pero no era japonés.
— Será mejor que vuelvas por donde has venido… Aquí pueden atracarte o algo peor —. Soltó Jon mientras se acercaba al chico. Apuró el cigarro y lo lanzó hacia una alcantarilla cercana.
— He quedado aquí con alguien. ¿Conoces a Jon… eh… Uribe? —. Era americano. El acento le delató. Jon le miró con cierta desconfianza mientras metía las manos en los bolsillos y luego negó con la cabeza.
— ¿Eres tú? —. Alzó las cejas y sacó una foto donde claramente se veía que era él. La foto era suya, aunque cuando se la hicieron tenía catorce o quince años, pero los ojos y el color oscuro de su piel eran suyos. Jon volvió a negar y se dio la vuelta, apresurado. Tenía que irse de allí.
— ¡Eh! ¡Espera! —. Aquello lo dijo en inglés y Jon le miró de reojo. «¿Pero quién cojones es este tío?» pensó al notar cómo había agarrado su hombro para detenerle, apartándose bruscamente.
— ¿Qué coño quieres? —. Escupió Jon en un burdo inglés.
Al ver que el joven sabía hablar inglés suspiró, claramente aliviado y se acercó a él con más tiento. Lo último que quería era verle huir en su primera misión para Kazuki. Si volvía con las manos vacías no quería ni pensar en la mirada del japonés.
— Me llamo Nathan—. Le tendió la mano y alzó las cejas, instándole a estrechársela. Pero aquello no funcionó y el rostro de Jon se arrugó en una clara muestra de desprecio. No le escupió porque sentía cierta curiosidad. Resignado, el americano apartó la mano y la guardó en el bolsillo. Era un chico de veintitantos, y la ropa que llevaba no parecía mala aunque no era de marca. Era un tío cualquiera que había acabado allí por alguna razón que Jon desconocía.
— ¿Te envían mis padres? Porque si es así mejor que te vayas. Paso de volver con esos desgraciados. Si quieren que vuelva a casa que vengan ellos mismos y me lleven a rastras.
— No conozco a tus padres, Jon. Solo vengo para ayudarte.
— No necesito tu ayuda. ¡Si no sé ni quién eres! ¿Cómo se que no eres de la policía o algo así? ¡Vete de aquí, maldito yanqui!
—¿Vives aquí?—. Haciendo caso omiso de sus comentarios, Nathan observó el edificio de ladrillo rojo. El techo medio caído había sido arreglado con techos de otros edificios para evitar que se filtrara el agua. Los cartones estaban desechos por el efecto del agua. El olor a humedad, suciedad y hacinamiento le inundaban las fosas nasales, pero por el contrario Jon parecía no apreciar aquellas cosas y se encogió de hombros como respuesta a su pregunta. —¿Qué quieres?
—Ya te lo he dicho, he venido a ayudarte. Por lo menos podrías venir conmigo a dar un paseo ¿no? —. Se giró hacia la carretera abandonada y con un gesto de cabeza le invitó a seguirle. El joven titubeó durante unos segundos hasta que al final se decidió a seguirle.
—Si no conoces a mis padres, ¿quién eres?
—Soy Nathan, ya te lo he dicho. Vivo a unas cuadras de aquí ¿te apetece un café?
—No, gracias. Es demasiado bueno para ser verdad, seguro que es una trampa.
Aquella carretera estaba descuidada, las malas hierbas salían por el borde de las aceras y por las alcantarillas se escapaba agua de dudosa salubridad. Las farolas estaban reventadas y ninguna tenía bombilla. En todos los edificios había pintadas y de vez en cuando podía ver como gente salía de allí para echar una meada o lo derivado. Aquel lugar era horrible y se notaba en el ambiente el peso de la marginación. Nathan, indignado, miró a su acompañante.
—Te prometo que no es ninguna trampa. Intento ayudarte a salir de este lugar ¿cómo has llegado aquí?
—No te interesa… pero mejor aquí que en mi puta casa.
—¿Tú crees? Yo puedo ofrecerte algo parecido a un hogar, mucho mejor que esto. Tendrás comida, una cama cómoda donde dormir…
—Sí ¿a cambio de qué? —. Le miró con cierta ira en su cara. Aquel tío era uno de esos pesados rehabilitados que buscaban gente para sus terapias. —A mi no me engañas.
—Mira, no quiero convencerte de nada—. Nathan se detuvo y le miró con seriedad. —Sé cuál es tu situación y me preocupa. Me han encargado venir aquí y darte esto—. Sacó un papel doblado del bolso y se lo entrego. —Piénsatelo y si te convence, ven y hablaremos. No tienes nada que perder.
Jon cogió el papel y lo metió en el bolso. Luego miró al americano y asintió. Aquella conversación había terminado y no tenía nada más que escuchar de ese chico. Sin despedirse se volvió hacia su “hogar” y suspiró. «No me dejan tranquilo» pensó. Agachó la cabeza y en un movimiento disimulado, sacó el papel del bolso y lo abrió. Reconoció la dirección que habían escrito, pero su mirada se fijó en el nombre que habían dado al lugar y sin darse cuenta, lo susurró:
–Kaleidoscope.
***
Días después, Nathan descubrió entre la maleza de la entrada del edificio y entre los cubos de basura vacíos el cuerpo del joven. Estaba congelado y puesto hasta las trancas. Con ayuda de Kazuki y Woo lograron meterlo en casa. Su aspecto era horrible, demacrado y el olor no era de ayuda. Pendientes de lo que sucedía, el resto de inquilinos miraba con cierta curiosidad y preocupación.
—Paw, ve a preparar una habitación, por favor—. Dijo Kazuki, mientras lo llevaban al cuarto de baño de la planta baja. No tenían bañera, así que tendrían que lavarlo en las duchas.
—Yo voy a la farmacia. Esa sobredosis no tiene buena pinta… —. Apuntó Kouji, quien rápidamente cogió su abrigo y gorro y salió del lugar de forma precipitada.
Kazuki asintió a aquello y rápidamente guió a los otros dos hasta la ducha. —Vamos a quitarle la ropa—. Murmuró mientras lo dejaban en el suelo de la ducha. —Tarja, ¿puedes buscar algo de ropa en el armario de mi cuarto? En una caja tengo ropa usada que no me sirve.
—Claro—. La chica, que aunque no lo expresaba, estaba preocupada por aquél chaval. Cruzada de brazos, salió rápidamente del baño en busca de la ropa que Kazuki le había ordenado buscar.
Entre los tres lograron quitarle la ropa, que tiraron directamente a la basura. El olor que desprendían a alcohol, orín y sudor era horrible. Se encontraron que debajo de la ropa estaba cubierto por papel de periódico, pero aquello no había sido suficiente para protegerlo de una noche de pleno invierno ruso a la intemperie.
—Tenía que haberlo traído directamente —. Susurró Nathan para sí mismo mientras encendía una de las duchas y regulaba el calor al máximo. —Es culpa mía.
—No es cierto, esto tenía que pasar. Ahora está aquí y no pienso dejarle ir a ningún sitio—. Sentenció el mayor, mientras que con ayuda de Woo lo colocaban debajo de la ducha, mojándose ellos también.
El estado de aquel joven era extremo. Se notaba que había malvivido durante mucho tiempo y eso había pasado factura a su cuerpo. Estaba en los huesos y tenía sendas marcas de pasadas palizas.
—Nathan, ve con Hellä y preparad algo de cenar… No voy a tener tiempo de hacer la cena y los demás necesitan estar atendidos también.
–Pero…
–¡Ve! Woo y yo nos encargamos.
El agua comenzó a quemar la piel de los dos asiáticos, pero la piel del español se fue tornando rosada y los labios azulados poco a poco fueron revitalizándose. Habían llegado a tiempo para salvarle la vida.
***
Había tanta luz que le costó abrir los ojos. Una mano en su hombro le indicó que no estaba solo y que no podía moverse. Le dolía todo el cuerpo, como si una losa de cemento gigante le hubiese caído encima. Tenía los labios tan agrietados que le escocían si intentaba abrir la boca. Cuando se acostumbró a la luz pudo distinguir un techo blanco como la nieve, así como las paredes completamente vacías. No había muchos muebles, a excepción de la cómoda cama en la que estaba tumbado. La funda de la colcha también era blanca. Por un momento pensó que se encontraba en un manicomio y asustado movió con brusquedad las manos. «No tengo camisa de fuerza y tampoco correas en las manos» pensó.
—No te muevas, tienes que descansar—. Dijo una voy profunda. Hablaba muy bien el ruso pero se notaba que aquel no era su idioma natal.
—¿Dónde estoy? —. La voz le salió como un silbido ronco y tuvo que tragar saliva dos veces antes de volver a hablar. La persona que se encontraba a su lado tenía el semblante serio. Sus ojos azules se clavaron en Jon y de forma tranquilizadora le sonrió.
—En tu nuevo hogar —. Contestó al mismo tiempo que se levantó de la silla, también blanca. —Es hora de que acabes con tu vida anterior.
Jon le siguió con la mirada, extrañado. «¿Esto es un puto sueño?» se preguntó a sí mismo, al mismo tiempo que intentó tocarse el rostro con una de sus manos, pero le pesaba como si le hubieran inyectado plomo por vía intravenosa.
—Quiero irme de aquí… —. Se intentó incorporar pero un latigazo de dolor recorrió toda su espalda y clavado en el sitio volvió a su antigua posición.
—Te he dicho que no te muevas, Jon. Dentro de un rato vendrá alguien para traerte la comida y siempre habrá alguien contigo para que no te aburras demasiado. Cuando necesites salir al baño dile a alguien que te acompañe… Y cuando comiences a sentir ganas de asesinar a alguien, díselo antes de hacerlo.
—¿Qué…? —. Jon se frotó la frente sin comprender nada en absoluto. —Esto es un loquero ¿no? ¡Me habéis secuestrado!
Kazuki sonrió y luego soltó una carcajada sonora que reverberó en el cuarto. —Te llevarás bien con Nathan, ya verás. Y no, esto no es un loquero, ni un hospital, aunque te hemos salvado la vida.
—¿Nathan…? Joder, el tío ese raro… —. Resoplo maldiciendo su suerte y con una lentitud que le parecía hasta aburrida se tapó por completo con el edredón. —Déjame en paz.
Y su orden no se hizo esperar. Pocos segundos después el sonido de la puerta resonó en la vacía habitación, así como las dos vueltas de llave que le hicieron estremecerse. Estaba encerrado. Entonces se acordó perfectamente: el último chute, el papel con el que pensaba hacerse aquél cigarro que al final no se fumó, la dirección escrita en ese papel y ese nombre tan extraño… Podía recordar perfectamente la imagen del edificio destartalado frente a sus narices, el olor a pollo recién asado saliendo por las ventanas, la nieve acumulada en aquel patio trasero donde habían hecho un muñeco de nieve, las risas que provenían del interior… y después, la nada.