Tú serás el siguiente
Muchas veces me pregunto si este lugar en el que habitamos no es más que un recipiente donde meter lo que sobra del espacio. Una especie de papelera espacial donde recae toda la mierda que hemos ido almacenando durante siglos y siglos. Me pregunto también si este país, tan moderno y progresista no se está rindiendo a la obviedad más evidente. En nuestro afán ególatra por controlar todo lo que nos rodea, incluso los planetas del más allá, hemos llegado a la estúpida conclusión de que este mundo es único en su especie y que, por más que nos empeñemos, nadie va a venir del espacio exterior a plantar una bandera en la cúspide de la montaña más alta.
Me gustaría ver sus caras si un día ocurriera.
Los eslóganes publicitarios nos invaden con más frecuencia y no nos damos cuenta, pero tenemos un anuncio montado en nuestra propia casa. Sólo ellos saben que algún día toda esta mierda no cabrá en el planeta. La gente se sorprende cuando afirmo vehementemente que Marte es el próximo vertedero de la Tierra. Ya no saben qué más inventar para venderle al ciudadano de a pie ¿qué será próximo? “Compre mierda, es tan útil que podrá decorar su casa con ella. Y no se preocupe por el olor, con el nuevo ambientador “tapaolores” su casa estará tan fresca como una mañana de primavera”.
Y todo esto me vino a la mente aquel día cuando estaba sentado en el metro, observando los rostros abotargados de la gente. La mayoría salía de trabajar a esa hora y estaban cansados, se les notaba en la forma de mirar, ajena a este mundo. Yo en cambio entraba a las diez de la tarde a trabajar, aunque tampoco se le podía llamar trabajo ya que lo único que hacía era limpiar la mierda que dejaban los que sí que tenían un trabajo de verdad. En fin, que por aquella época era limpiador de oficinas en un edificio de Wall Street y me dedicaba a dejar sus oficinas como una patena. Ya lo sé, no es un trabajo que pegue mucho con un tipo como yo. Es más de mujeres, lo sé. Siempre tan prejuiciosos como siempre.
El vagón de metro estaba cochambroso, pero a esas horas de la noche siempre utilizaban los trenes más viejos, porque veréis, a esta hora los que usan los trenes son los parias de la sociedad. Gente como yo que no forma parte del sistema, gente que no tiene trabajo y se dedica a mendigar los restos de comida que dejan los ciudadanos en las papeleras, gente que se gana la vida atracando a otros más débiles que ellos; ellos, nosotros, somos lo que la gente llama antisistema. Nunca me ha gustado formar parte de ningún grupo social, pero si tengo que encasillarme en algo supongo que sería ahí.
Cada vez que el tren se paraba se bajaba más gente y a dos paradas del trayecto, solo quedamos dos personas en el vagón. Era una anciana afroamericana, de pelo blanquecino como la nieve que llevaba entre las manos un paquete de cartón sucio. Sus manos arrugadas y mugrientas lo agarraban con miedo y de vez en cuando me lanzaba miradas desconfiadas, como si fuese a quitarle su preciado y asqueroso paquete.
Cuando el tren llegó a su destino final y salí a la calle, el frío de la noche golpeó mi rostro y tuve que subirme el cuello de la chaqueta. Wall Street no era un lugar para mí, sin duda. Los altos rascacielos tapaban la luz de la luna. En ese momento, mientras caminaba, me puse a pensar en lo sabios que eran los antiguos y lo mucho que respetaron la naturaleza; ellos no hubiesen permitido que edificios como esos les quitase su único foco de luz al anochecer. ¡Y qué bonito sería el mundo sólo iluminado por la luz de la luna!
Cuando llegué enseñé mi tarjeta de identificación al portero que me estaba esperando en la puerta. Era un puertorriqueño de edad media y su nombre, Rodrigo, siempre me costaba mucho pronunciarlo, por lo que le solía llamar Rod. El pobre hombre tenía asma, así que no podía hacer muchos esfuerzos; agradecía la oportunidad que le habían dado los Estados Unidos de poder trabajar en un lugar así. Yo en cambio, solía decirle que no era más que una marioneta del sistema y un esclavo del sistema capitalista, pero él siempre se reía de mis comentarios.
– Usted quiere la revolución, señor, yo sólo quiero un sueldo para poder mantener a mi familia –es lo que solía decirme.
Aquella noche parecía tener problemas para concentrarse y cuando llegué en lugar de mirarme con su sonrisa afable de siempre, parecía no conocerme.
– ¿Estás bien, Rod? –pregunté un tanto preocupado. El hombre me miró y al fijarse con más atención sonrió por fin. Tenía unos cincuenta años y su cabello espeso se fundía con una mata de barba rizada y bastante descuidada.
– Sí, sí, no se preocupe… tenga las llaves, hoy le va a tocar trabajar más, ha habido fiesta de empresa… -el hombre alzó las cejas como haciéndome ver que había un desorden generalizado por toda la planta. Aquella noticia no me pilló desprevenido, pero me jodía muchísimo tener que pasarme más horas de las estipuladas limpiando la mierda de los malditos brokers. Cogí las llaves y me dirigí hacia el ascensor. El edificio era de los más antiguos de la zona, así que el ascensor era bastante lento y me tocaba pasarme dentro de aquel aparato cerca de cinco minutos pues mi planta era la última. Cuando entré, me fijé en el espejo y fruncí el ceño ante mi aspecto. Daba pena, hacía tres días que no me lavaba el pelo y lo tenía grasiento; la barba me crecía descuidada por el cuello y las mejillas sin ningún orden y las ojeras no hacían nada por mejorar mi imagen.
Como un autómata salí del ascensor cuando llegó a la planta número 35. Aquello era un puñetero desastre y comprobar que los tíos que trabajaban allí eran unos cerdos no apaciguó la rabia acumulada que tenía aquel día. Las personas pasamos por la vida de otras personas casi sin percatarnos, sin prestar atención a los pequeños detalles, sin molestarnos en pensar que detrás de nuestras acciones hay otras personas. Esos putos brokers no se habían parado a pensar en quién iba a limpiar toda aquella mierda. Por un momento incluso llegué a pensar que lo habían hecho a propósito y que se estaban riendo de mí, mientras me observaban por alguna de las cámaras que usaba el gobierno para vigilar a los americanos. Estuve tentado de largarme de allí y volver a mi casa, pero necesitaba el dinero para poder pagar el alquiler de mi piso, así que resignado y asqueado dejé mi mochila en un perchero y me dirigí al cuarto de la limpieza.
En aquellas ocasiones me daba cuenta de la dependencia que teníamos con el dinero; siempre a su merced. Tenía un trabajo de mierda, pero nadie quería contratar a un escritor fracasado que no tenía un buen aval en la trastienda. Y así siempre, el dinero por delante de las personas. Aquello me enfurecía tanto que de nuevo tuve tentativas de irme, pero cuando iba a coger el aspirador, vi algo que me erizó las entrañas.
El reflejo de la luna, como un regalo divino de nuestros antepasados, hacía brillar la pared que tenía frente a mí. Ni siquiera me había dado cuenta de que aquello estaba allí cuando llegué, tan enfadado que estaba con el mundo. De pronto el olor desagradable de la muerte llegó a mis fosas nasales y tuve que taparme la boca para no vomitar. ¿Qué demonios habían estado haciendo allí en esa fiesta? ¿Una puta bacanal? Con el aspirador en la mano me dirigí hacia aquella pintada en la pared intentando no desmayarme por el olor nauseabundo que emitía aquello.
- Como sea vómito juro que mañana monto una masacre en este puto lugar… -me dije a mi mismo, tratando de controlarme.
Las luces se encendieron después de mi comentario y mi cuerpo se quedó paralizado ante aquella visión grotesca de lo que tenía frente a mis narices. Aquello no se acercaba ni de lejos a las peores películas gore de la historia, esas películas no tenían el olor pegado a las fosas nasales de la muerte, ni la sensación palpable de la viscosidad de la sangre resbalar por la pared, ni la mirada impenetrable del cadáver de tres personas desnudas, entrelazadas entre sí de forma grotesca. Mi mente se bloqueó y no era capaz de pensar en nada, ni siquiera en lo que significaban aquellas palabras escritas en la pared con sangre fresca. No sé cuánto tiempo estuve parado frente a la escena del crimen, pero para mí fueron minutos eternos. Cuando me di cuenta, estaba llamando al 911. Casi no podía ni hablar cuando una joven me atendió al otro lado del teléfono.
Al cabo de una hora aquello se llenó de agentes de la policía, forenses, periodistas y algún que otro cotilla morboso. Yo había contado mi historia a casi cinco policías, y en aquel momento me encontraba fuera de la habitación, apoyado en la pared mientras intentaba tomarme un café que se me atascaba en el esófago.
– ¿Eres Nathan Cavanaugh? –preguntó una voz femenina a mi lado. Yo la miré y suspiré al ver que era otra agente, con la excepción de que ésta me enseñaba la placa del FBI.
– Sí, soy yo –contesté sin ganas, volviendo a mirar el café con aprensión. No me apetecía volver a contar toda la puta historia de nuevo ¿qué más querían saber?
– Soy la agente especial Erika Morrison. Tengo algunas preguntas que hacerle –y sin decir nada más, me señaló hacia un despacho contiguo.
– Estoy harto de responder preguntas, ya he contado todo lo que se.
– Es el procedimiento oficial, señor Cavanaugh. Siéntese –me ofreció una silla y ella se sentó frente a mí. Era alta y delgada, su aspecto derrochaba sobriedad y a pesar de todo su cabello castaño largo y sus ojos marrones me resultaron atractivos. Por un momento hasta me sorprendí de estar pensando algo así de un policía, perros del gobierno.
Y cuando yo pensaba que iba a hacerme otro tipo de preguntas, volvió a pedirme que relatara todo lo sucedido. Con desgana volví a contar lo ocurrido, como había descubierto el cuerpo y lo que había hecho con posterioridad.
– ¿Qué me dice de Rodrigo Mendez?
– ¿Rod? Tiene asma, no podría ni arrastrar un metro ninguno de esos cuerpos. Gracias a nuestro genial sistema sanitario no tiene acceso a un inhalador. Saque sus propias conclusiones.
– ¿Había alguien más en el edificio?
Me encogí de hombros. –Claro que había más personas, supongo que habrá más limpiadores como yo dejando impolutas vuestras oficinas… Pero no conozco a nadie más.
– Gracias por tu atención –dijo ella, se levantó y me dejó allí plantado. Entonces me acordé de algo que había pasado desapercibido hasta ahora.
– Espera, me he acordado de algo que pasó… -me levanté de la silla – Se encendieron las luces.
– ¿Cómo? –frunció el ceño extrañada.
– Las luces estaban apagadas cuando llegué. No suelo encenderlas porque con la luna es suficiente… Justo cuando estaba frente a la escena del crimen, alguien se aseguró de encender las luces y que yo pudiera ser testigo ocular…
Ella me miró fijamente y después asintió. Se volvió y sin decir nada más entró de nuevo en la oficina donde había ocurrido todo.
Aquella noche no pude dormir. No podía quitarme de la cabeza aquella imagen grotesca y cada vez que cerraba los ojos, las luces se encendían y la sangre me salpicaba en la cara. Para colmo, mi jefe me despidió cortésmente, alegando que no quería ningún tipo de problema en su agencia. Así que allí me encontraba, tirado en mi cama sin poder dormir, sin trabajo, con un piso que pagar y una vida a la que sobrevivir. Y a pesar de todo, lo que más me preocupaba aquella noche no era mi trabajo de mierda, sino la frase que en sangre se había clavado en mi retina:
TÚ SERÁS EL SIGUIENTE
Me gustaría ver sus caras si un día ocurriera.
Los eslóganes publicitarios nos invaden con más frecuencia y no nos damos cuenta, pero tenemos un anuncio montado en nuestra propia casa. Sólo ellos saben que algún día toda esta mierda no cabrá en el planeta. La gente se sorprende cuando afirmo vehementemente que Marte es el próximo vertedero de la Tierra. Ya no saben qué más inventar para venderle al ciudadano de a pie ¿qué será próximo? “Compre mierda, es tan útil que podrá decorar su casa con ella. Y no se preocupe por el olor, con el nuevo ambientador “tapaolores” su casa estará tan fresca como una mañana de primavera”.
Y todo esto me vino a la mente aquel día cuando estaba sentado en el metro, observando los rostros abotargados de la gente. La mayoría salía de trabajar a esa hora y estaban cansados, se les notaba en la forma de mirar, ajena a este mundo. Yo en cambio entraba a las diez de la tarde a trabajar, aunque tampoco se le podía llamar trabajo ya que lo único que hacía era limpiar la mierda que dejaban los que sí que tenían un trabajo de verdad. En fin, que por aquella época era limpiador de oficinas en un edificio de Wall Street y me dedicaba a dejar sus oficinas como una patena. Ya lo sé, no es un trabajo que pegue mucho con un tipo como yo. Es más de mujeres, lo sé. Siempre tan prejuiciosos como siempre.
El vagón de metro estaba cochambroso, pero a esas horas de la noche siempre utilizaban los trenes más viejos, porque veréis, a esta hora los que usan los trenes son los parias de la sociedad. Gente como yo que no forma parte del sistema, gente que no tiene trabajo y se dedica a mendigar los restos de comida que dejan los ciudadanos en las papeleras, gente que se gana la vida atracando a otros más débiles que ellos; ellos, nosotros, somos lo que la gente llama antisistema. Nunca me ha gustado formar parte de ningún grupo social, pero si tengo que encasillarme en algo supongo que sería ahí.
Cada vez que el tren se paraba se bajaba más gente y a dos paradas del trayecto, solo quedamos dos personas en el vagón. Era una anciana afroamericana, de pelo blanquecino como la nieve que llevaba entre las manos un paquete de cartón sucio. Sus manos arrugadas y mugrientas lo agarraban con miedo y de vez en cuando me lanzaba miradas desconfiadas, como si fuese a quitarle su preciado y asqueroso paquete.
Cuando el tren llegó a su destino final y salí a la calle, el frío de la noche golpeó mi rostro y tuve que subirme el cuello de la chaqueta. Wall Street no era un lugar para mí, sin duda. Los altos rascacielos tapaban la luz de la luna. En ese momento, mientras caminaba, me puse a pensar en lo sabios que eran los antiguos y lo mucho que respetaron la naturaleza; ellos no hubiesen permitido que edificios como esos les quitase su único foco de luz al anochecer. ¡Y qué bonito sería el mundo sólo iluminado por la luz de la luna!
Cuando llegué enseñé mi tarjeta de identificación al portero que me estaba esperando en la puerta. Era un puertorriqueño de edad media y su nombre, Rodrigo, siempre me costaba mucho pronunciarlo, por lo que le solía llamar Rod. El pobre hombre tenía asma, así que no podía hacer muchos esfuerzos; agradecía la oportunidad que le habían dado los Estados Unidos de poder trabajar en un lugar así. Yo en cambio, solía decirle que no era más que una marioneta del sistema y un esclavo del sistema capitalista, pero él siempre se reía de mis comentarios.
– Usted quiere la revolución, señor, yo sólo quiero un sueldo para poder mantener a mi familia –es lo que solía decirme.
Aquella noche parecía tener problemas para concentrarse y cuando llegué en lugar de mirarme con su sonrisa afable de siempre, parecía no conocerme.
– ¿Estás bien, Rod? –pregunté un tanto preocupado. El hombre me miró y al fijarse con más atención sonrió por fin. Tenía unos cincuenta años y su cabello espeso se fundía con una mata de barba rizada y bastante descuidada.
– Sí, sí, no se preocupe… tenga las llaves, hoy le va a tocar trabajar más, ha habido fiesta de empresa… -el hombre alzó las cejas como haciéndome ver que había un desorden generalizado por toda la planta. Aquella noticia no me pilló desprevenido, pero me jodía muchísimo tener que pasarme más horas de las estipuladas limpiando la mierda de los malditos brokers. Cogí las llaves y me dirigí hacia el ascensor. El edificio era de los más antiguos de la zona, así que el ascensor era bastante lento y me tocaba pasarme dentro de aquel aparato cerca de cinco minutos pues mi planta era la última. Cuando entré, me fijé en el espejo y fruncí el ceño ante mi aspecto. Daba pena, hacía tres días que no me lavaba el pelo y lo tenía grasiento; la barba me crecía descuidada por el cuello y las mejillas sin ningún orden y las ojeras no hacían nada por mejorar mi imagen.
Como un autómata salí del ascensor cuando llegó a la planta número 35. Aquello era un puñetero desastre y comprobar que los tíos que trabajaban allí eran unos cerdos no apaciguó la rabia acumulada que tenía aquel día. Las personas pasamos por la vida de otras personas casi sin percatarnos, sin prestar atención a los pequeños detalles, sin molestarnos en pensar que detrás de nuestras acciones hay otras personas. Esos putos brokers no se habían parado a pensar en quién iba a limpiar toda aquella mierda. Por un momento incluso llegué a pensar que lo habían hecho a propósito y que se estaban riendo de mí, mientras me observaban por alguna de las cámaras que usaba el gobierno para vigilar a los americanos. Estuve tentado de largarme de allí y volver a mi casa, pero necesitaba el dinero para poder pagar el alquiler de mi piso, así que resignado y asqueado dejé mi mochila en un perchero y me dirigí al cuarto de la limpieza.
En aquellas ocasiones me daba cuenta de la dependencia que teníamos con el dinero; siempre a su merced. Tenía un trabajo de mierda, pero nadie quería contratar a un escritor fracasado que no tenía un buen aval en la trastienda. Y así siempre, el dinero por delante de las personas. Aquello me enfurecía tanto que de nuevo tuve tentativas de irme, pero cuando iba a coger el aspirador, vi algo que me erizó las entrañas.
El reflejo de la luna, como un regalo divino de nuestros antepasados, hacía brillar la pared que tenía frente a mí. Ni siquiera me había dado cuenta de que aquello estaba allí cuando llegué, tan enfadado que estaba con el mundo. De pronto el olor desagradable de la muerte llegó a mis fosas nasales y tuve que taparme la boca para no vomitar. ¿Qué demonios habían estado haciendo allí en esa fiesta? ¿Una puta bacanal? Con el aspirador en la mano me dirigí hacia aquella pintada en la pared intentando no desmayarme por el olor nauseabundo que emitía aquello.
- Como sea vómito juro que mañana monto una masacre en este puto lugar… -me dije a mi mismo, tratando de controlarme.
Las luces se encendieron después de mi comentario y mi cuerpo se quedó paralizado ante aquella visión grotesca de lo que tenía frente a mis narices. Aquello no se acercaba ni de lejos a las peores películas gore de la historia, esas películas no tenían el olor pegado a las fosas nasales de la muerte, ni la sensación palpable de la viscosidad de la sangre resbalar por la pared, ni la mirada impenetrable del cadáver de tres personas desnudas, entrelazadas entre sí de forma grotesca. Mi mente se bloqueó y no era capaz de pensar en nada, ni siquiera en lo que significaban aquellas palabras escritas en la pared con sangre fresca. No sé cuánto tiempo estuve parado frente a la escena del crimen, pero para mí fueron minutos eternos. Cuando me di cuenta, estaba llamando al 911. Casi no podía ni hablar cuando una joven me atendió al otro lado del teléfono.
Al cabo de una hora aquello se llenó de agentes de la policía, forenses, periodistas y algún que otro cotilla morboso. Yo había contado mi historia a casi cinco policías, y en aquel momento me encontraba fuera de la habitación, apoyado en la pared mientras intentaba tomarme un café que se me atascaba en el esófago.
– ¿Eres Nathan Cavanaugh? –preguntó una voz femenina a mi lado. Yo la miré y suspiré al ver que era otra agente, con la excepción de que ésta me enseñaba la placa del FBI.
– Sí, soy yo –contesté sin ganas, volviendo a mirar el café con aprensión. No me apetecía volver a contar toda la puta historia de nuevo ¿qué más querían saber?
– Soy la agente especial Erika Morrison. Tengo algunas preguntas que hacerle –y sin decir nada más, me señaló hacia un despacho contiguo.
– Estoy harto de responder preguntas, ya he contado todo lo que se.
– Es el procedimiento oficial, señor Cavanaugh. Siéntese –me ofreció una silla y ella se sentó frente a mí. Era alta y delgada, su aspecto derrochaba sobriedad y a pesar de todo su cabello castaño largo y sus ojos marrones me resultaron atractivos. Por un momento hasta me sorprendí de estar pensando algo así de un policía, perros del gobierno.
Y cuando yo pensaba que iba a hacerme otro tipo de preguntas, volvió a pedirme que relatara todo lo sucedido. Con desgana volví a contar lo ocurrido, como había descubierto el cuerpo y lo que había hecho con posterioridad.
– ¿Qué me dice de Rodrigo Mendez?
– ¿Rod? Tiene asma, no podría ni arrastrar un metro ninguno de esos cuerpos. Gracias a nuestro genial sistema sanitario no tiene acceso a un inhalador. Saque sus propias conclusiones.
– ¿Había alguien más en el edificio?
Me encogí de hombros. –Claro que había más personas, supongo que habrá más limpiadores como yo dejando impolutas vuestras oficinas… Pero no conozco a nadie más.
– Gracias por tu atención –dijo ella, se levantó y me dejó allí plantado. Entonces me acordé de algo que había pasado desapercibido hasta ahora.
– Espera, me he acordado de algo que pasó… -me levanté de la silla – Se encendieron las luces.
– ¿Cómo? –frunció el ceño extrañada.
– Las luces estaban apagadas cuando llegué. No suelo encenderlas porque con la luna es suficiente… Justo cuando estaba frente a la escena del crimen, alguien se aseguró de encender las luces y que yo pudiera ser testigo ocular…
Ella me miró fijamente y después asintió. Se volvió y sin decir nada más entró de nuevo en la oficina donde había ocurrido todo.
Aquella noche no pude dormir. No podía quitarme de la cabeza aquella imagen grotesca y cada vez que cerraba los ojos, las luces se encendían y la sangre me salpicaba en la cara. Para colmo, mi jefe me despidió cortésmente, alegando que no quería ningún tipo de problema en su agencia. Así que allí me encontraba, tirado en mi cama sin poder dormir, sin trabajo, con un piso que pagar y una vida a la que sobrevivir. Y a pesar de todo, lo que más me preocupaba aquella noche no era mi trabajo de mierda, sino la frase que en sangre se había clavado en mi retina:
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