Y ver de ti lo que mis ojos ya quisieran
Si hay algo que defina a Ginis, es que nunca habla de sí mismo. Cuando le preguntan por su apellido siempre contesta Raskol, pero ni él mismo parece seguro de ello. Lo dice con la voz lánguida y desganada, con la voz un poco congestionada que tiene siempre incluso cuando no está resfriado, y nadie sabe si lo sabe en realidad, contesta de forma automatizada o se lo ha inventado, como también parece haberse inventado tantas y tantas cosas sobre su propia existencia. Nunca dice que se crió en un orfanato, ni cómo acabó allí, ni cuántos años estuvo, ni por qué ni cuándo salió; nunca habla de las experiencias vividas ni de si fueron buenas o malas porque Ginis nunca habla de sí mismo. Si alguien le pregunta no evita contestar pero lo hace arrastrando las palabras, como si ese tema fuese aburrido o careciera de importancia. Parece que responde con evasivas o con más preguntas y a veces se queda en silencio como si no hubiese escuchado nada, haciendo alarde de su maestría en el noble arte del despiste. En general, acaba asumiendo que la gente no va a insistir en conocerle y deja que emitan sus propios juicios de valor.
Porque a Ginis le dan igual esos juicios de valor.
Sabe que pone nerviosas a las personas que están con él y cree saber por qué pero no evita las causas. Ha escuchado demasiadas cosas desde su infancia, cosas que no puede evitar y que abarcan su mirada, su forma de moverse, su tono de voz, su forma de vestir e incluso el color apagado de su cabello. Sabe que nada de eso es verdad, que nada de eso influye en realidad, que todo depende de un comportamiento en el que todo parece darle igual, como si fuese ajeno a cuanto lo rodea y así quisiera seguir por toda la eternidad. Sabe que es él mismo el que provoca reacciones adversas porque prefiere ver, escuchar y sentir para acabar aprendiendo, porque no parece espontáneo, porque su naturalidad es distinta a la de los demás, porque no se deja llevar por las emociones y porque, además, no suele equivocarse. Y es que cuando alguien aprende, no se equivoca.
No mide sus palabras pero siempre dice lo que su interlocutor necesita oír, como si su cerebro fuese uno más de los engranajes del cerebro vecino. A veces, incluso, como si leyera el pensamiento del prójimo. Suele mantener la mirada el tiempo suficiente para satisfacer su creciente curiosidad pero la retira cuando el escrutinio empieza a ser invasivo. Habla con voz queda, se mueve en silencio, acude cuando se le precisa, responde a la llamada de la soledad y pocas veces se deja notar. Ginis es tan empático que muchas veces deja de ser él mismo para convertirse en otra persona.
Nadie entiende el alcance de esta empatía. Todos lo llaman bicho raro pero se sienten de manera inexplicable atraídos por él. Sin proponérselo, Ginis genera un tipo de seducción sempiterna, no terrenal, de la que no termina de ser consciente y con la que paraliza y hasta corta el aliento porque fascina y asusta al mismo tiempo. Con intensidad arrolladora. Nadie comprende cómo consigue anticiparse, por qué habla con esa naturalidad de cualquier tema sea el que sea, por qué parece no dar importancia a nada cuando su voz se torna serena o por qué sonríe de lado aunque la conversación haya tomado un giro preocupante o triste. Nadie sabe cómo consigue enterarse de todo cuando parece ausente, encerrado en su mundo, ensimismado con lo que tenga entre manos, sea un café bien cargado, una cereza madura, un cigarro o un libro —libros que, por norma, ha leído ya cientos de veces y de los que puede recitar párrafos enteros sin venir a cuento—.
Nadie sabe cuál va a ser su siguiente reacción. Ginis mantiene a la gente en alerta, a la expectativa, cuando en realidad le gustaría que pasaran de él.
Algunas personas, sin embargo, hacen justo lo contrario y comprenden que Ginis es alguien digno de ser observado por la peculiaridad de su carácter. Porque Ginis no habla pero dice mucho sin palabras a quienes están dispuestos a invertir un poco de tiempo en estudiarle. Quien lo haga acabará admitiendo que el muchacho es único, que no está cortado por un patrón definido. Llegará a ver que su escala de valores es no tener una escala de valores, sus principios, preguntarse por qué debe tener esos principios y su ley, no tener ley. Y a pesar de ello, su maldad radica en que no puede ser malo y su encanto, irónicamente, es el conjunto de todo lo anterior.
Además, con un poco más de atención, podrían llegar a ver que Ginis es listo, muy inteligente y tranquilo, excesivamente exigente consigo mismo y demasiado tolerante con los demás. Que es distante y reservado pero muy atento; nada servil pero nunca resulta maleducado. Que no es orgulloso pero lo parece siempre, su modo de ver el mundo le hace frivolizar aspectos como el trabajo, la salud o la muerte. Que Ginis no tiene miedo. Nunca. Pase lo que pase. Que Ginis está muy por encima de eso.
Que no es goloso pero nadie puede quitarle el pequeño placer de desayunar cerezas maduras. Que no tiene un olor corporal definido pero huele bien. Que su olor no es ni fresco ni acre, ni dulce ni empalagoso, no es nada salvo Ginis. Que Ginis sólo huele a Ginis.
Que no tiene sentido de la estética, ni propio ni ajeno. Que siempre viste lo primero que saca del armario, así que su aspecto resulta bastante bohemio, descuidado y pasado de moda. Que se peina cuando se acuerda, nunca se abrocha los cordones de los zapatos y no sale de casa sin gorro. Que tiene un abrigo preferido que casi no le abriga pero está cómodo con él y eso es suficiente.
Que su cuerpo siempre está frío: las manos de dedos larguísimos están congeladas, las uñas amoratadas, los labios agrietados y resecos, pero cuando toca, arde. Arde la piel, duele, escuece, activa todos los nervios a la vez hasta que gritan y aúllan en rebeldía. Y que no usa calcetines pero siempre se queja de tener los pies fríos.
Que cuando besa lo hace con toda la boca, viril y fuerte pero nunca se precipita. Que se da totalmente pero despacio, que saborea cada instante, cada sensación, cada descarga, pero es impaciente y quiere recibirlo todo rápido, ya, yayaya, YA. Que su entrega es total y desfalleciente pero parece que, aun así, su atención sigue estando en otra parte. Dónde exactamente, ni él mismo lo sabe.
Que Ginis es el dualismo personificado. Que en él luchan continuamente emoción y pensamiento, bien y mal. Y que a pesar de que la lucha suele ser encarnizada, es capaz de representarlo todo al mismo tiempo. Porque Ginis no es de blancos y de negros pero bucea en la escala de grises.
Que sigue una rutina que nadie consideraría como tal: se duerme cuando ve amanecer, se despierta pasadas unas horas —apenas cuatro—, se viste empezando por las prendas de arriba y va a la cocina a prepararse el desayuno. Que se toma el café hirviendo mirando el paisaje a través de la ventana —que cambia con el paso del tiempo pero siguen un orden establecido— y que se encierra en su dormitorio o invade el sofá del salón hasta horas intempestivas. Que cuando acaba la programación, se puede pasar lo que resta de noche viendo la teletienda. Que no sale a la calle si puede evitarlo porque odia el bullicio de las multitudes. Hay quien diría que odia a la misma gente.
Que Ginis habla con silencios; que su rostro es tan inexpresivo como expresivos son sus ojos. Que dice con la mirada mil y una cosas y todas son distintas, desde ¿no te cansas nunca? hasta dame una calada, desde no me apetece hasta me gusta Dostoievski, desde no tengo hambre hasta quiero derretirme en tus labios. Que el contexto hace a Ginis y es a través de él como se percibe la única forma de entenderle. Que vive el momento aunque parece que no disfruta ni un segundo. Que no le preocupa el futuro ni el pasado; el presente tampoco y quienes no le conocen dicen que se limita a vivir. A estar sin estar. A dejar pasar el tiempo. Pero sólo sus más allegados saben que si Ginis pudiera detenerlo, lo haría sin pestañear.
Que si hay algo que detesta, es precisamente eso.
Que sólo una persona lo llama Ícaro aunque son muchas las que lo han visto en ese papel. Sólo una, cuando Ginis es realmente quien es cuando lo interpreta. Que Ginis trabaja en el espectáculo como hace todo: sereno, entregado y vivo, pero cuando vuela se sabe libre. Que cuando vuela, llega al corazón y permanece y cautiva y aturde y enamora. Que eriza el vello de la nuca, arranca lágrimas y vítores, y por una vez en su vida, siente que todo el rechazo se convierte en júbilo, que nada duele tanto. Que es posible ser feliz.
Pero en realidad, nadie sabe que Ginis es Ícaro. Que toca el sol cada mañana con los dedos pero no puede llegar más allá porque la cera se ha acabado rindiendo al calor. Que su vuelo majestuoso ha pasado a ser una caída vertiginosa al vacío. Que no hay regreso posible. Que cada mañana es más difícil respirar, que cada segundo cuenta y hay que vivirlo con tanta intensidad que si no lo controla, se muere. Que a veces corre mientras grita, pasea por alféizares desprotegidos buscando perder pie y caer, que le gustaría estrellarse y acabar con todo en una milésima de segundo para no enloquecer por el dolor, por la rabia, por todo lo que lleva dentro que no es poco. Por todo lo que no puede decir. Por todo lo que calla cuando habla. Por esa sombra que dice Quiéreme y se manifiesta como ojeras profundas bajo sus ojos malvas. Por ese deseo de protección frente a la autodestrucción que supone ser él mismo.
Nadie sabe que Ginis muere cada noche y que se hiere cuando se sabe solo. Nadie sabe que odia y que el mayor receptor de su odio es su propio cuerpo fibroso, que a ratos parece quebradizo. Nadie sabe dónde va por las noches ni por qué, algunas veces, su cabello huele a incienso. Nadie sabe que en las largas noches sin dormir, Ginis ha llegado a rezar.
Que ha rezado por no herir ni ser herido, por desaparecer, por morir, por vivir eternamente, por deshacerse como el polvo, por acabar con la agonía. Que ha rezado por dejar de ser quien es y por seguir siendo él eternamente, por una absolución y por una condena, porque su dolor sea siempre suyo; que ha rezado, Boj Moy, por dejar de rezar.
Pero, en realidad, es imposible que alguien lo sepa.
A fin de cuentas, Ginis nunca habla de sí mismo.
Porque a Ginis le dan igual esos juicios de valor.
Sabe que pone nerviosas a las personas que están con él y cree saber por qué pero no evita las causas. Ha escuchado demasiadas cosas desde su infancia, cosas que no puede evitar y que abarcan su mirada, su forma de moverse, su tono de voz, su forma de vestir e incluso el color apagado de su cabello. Sabe que nada de eso es verdad, que nada de eso influye en realidad, que todo depende de un comportamiento en el que todo parece darle igual, como si fuese ajeno a cuanto lo rodea y así quisiera seguir por toda la eternidad. Sabe que es él mismo el que provoca reacciones adversas porque prefiere ver, escuchar y sentir para acabar aprendiendo, porque no parece espontáneo, porque su naturalidad es distinta a la de los demás, porque no se deja llevar por las emociones y porque, además, no suele equivocarse. Y es que cuando alguien aprende, no se equivoca.
No mide sus palabras pero siempre dice lo que su interlocutor necesita oír, como si su cerebro fuese uno más de los engranajes del cerebro vecino. A veces, incluso, como si leyera el pensamiento del prójimo. Suele mantener la mirada el tiempo suficiente para satisfacer su creciente curiosidad pero la retira cuando el escrutinio empieza a ser invasivo. Habla con voz queda, se mueve en silencio, acude cuando se le precisa, responde a la llamada de la soledad y pocas veces se deja notar. Ginis es tan empático que muchas veces deja de ser él mismo para convertirse en otra persona.
Nadie entiende el alcance de esta empatía. Todos lo llaman bicho raro pero se sienten de manera inexplicable atraídos por él. Sin proponérselo, Ginis genera un tipo de seducción sempiterna, no terrenal, de la que no termina de ser consciente y con la que paraliza y hasta corta el aliento porque fascina y asusta al mismo tiempo. Con intensidad arrolladora. Nadie comprende cómo consigue anticiparse, por qué habla con esa naturalidad de cualquier tema sea el que sea, por qué parece no dar importancia a nada cuando su voz se torna serena o por qué sonríe de lado aunque la conversación haya tomado un giro preocupante o triste. Nadie sabe cómo consigue enterarse de todo cuando parece ausente, encerrado en su mundo, ensimismado con lo que tenga entre manos, sea un café bien cargado, una cereza madura, un cigarro o un libro —libros que, por norma, ha leído ya cientos de veces y de los que puede recitar párrafos enteros sin venir a cuento—.
Nadie sabe cuál va a ser su siguiente reacción. Ginis mantiene a la gente en alerta, a la expectativa, cuando en realidad le gustaría que pasaran de él.
Algunas personas, sin embargo, hacen justo lo contrario y comprenden que Ginis es alguien digno de ser observado por la peculiaridad de su carácter. Porque Ginis no habla pero dice mucho sin palabras a quienes están dispuestos a invertir un poco de tiempo en estudiarle. Quien lo haga acabará admitiendo que el muchacho es único, que no está cortado por un patrón definido. Llegará a ver que su escala de valores es no tener una escala de valores, sus principios, preguntarse por qué debe tener esos principios y su ley, no tener ley. Y a pesar de ello, su maldad radica en que no puede ser malo y su encanto, irónicamente, es el conjunto de todo lo anterior.
Además, con un poco más de atención, podrían llegar a ver que Ginis es listo, muy inteligente y tranquilo, excesivamente exigente consigo mismo y demasiado tolerante con los demás. Que es distante y reservado pero muy atento; nada servil pero nunca resulta maleducado. Que no es orgulloso pero lo parece siempre, su modo de ver el mundo le hace frivolizar aspectos como el trabajo, la salud o la muerte. Que Ginis no tiene miedo. Nunca. Pase lo que pase. Que Ginis está muy por encima de eso.
Que no es goloso pero nadie puede quitarle el pequeño placer de desayunar cerezas maduras. Que no tiene un olor corporal definido pero huele bien. Que su olor no es ni fresco ni acre, ni dulce ni empalagoso, no es nada salvo Ginis. Que Ginis sólo huele a Ginis.
Que no tiene sentido de la estética, ni propio ni ajeno. Que siempre viste lo primero que saca del armario, así que su aspecto resulta bastante bohemio, descuidado y pasado de moda. Que se peina cuando se acuerda, nunca se abrocha los cordones de los zapatos y no sale de casa sin gorro. Que tiene un abrigo preferido que casi no le abriga pero está cómodo con él y eso es suficiente.
Que su cuerpo siempre está frío: las manos de dedos larguísimos están congeladas, las uñas amoratadas, los labios agrietados y resecos, pero cuando toca, arde. Arde la piel, duele, escuece, activa todos los nervios a la vez hasta que gritan y aúllan en rebeldía. Y que no usa calcetines pero siempre se queja de tener los pies fríos.
Que cuando besa lo hace con toda la boca, viril y fuerte pero nunca se precipita. Que se da totalmente pero despacio, que saborea cada instante, cada sensación, cada descarga, pero es impaciente y quiere recibirlo todo rápido, ya, yayaya, YA. Que su entrega es total y desfalleciente pero parece que, aun así, su atención sigue estando en otra parte. Dónde exactamente, ni él mismo lo sabe.
Que Ginis es el dualismo personificado. Que en él luchan continuamente emoción y pensamiento, bien y mal. Y que a pesar de que la lucha suele ser encarnizada, es capaz de representarlo todo al mismo tiempo. Porque Ginis no es de blancos y de negros pero bucea en la escala de grises.
Que sigue una rutina que nadie consideraría como tal: se duerme cuando ve amanecer, se despierta pasadas unas horas —apenas cuatro—, se viste empezando por las prendas de arriba y va a la cocina a prepararse el desayuno. Que se toma el café hirviendo mirando el paisaje a través de la ventana —que cambia con el paso del tiempo pero siguen un orden establecido— y que se encierra en su dormitorio o invade el sofá del salón hasta horas intempestivas. Que cuando acaba la programación, se puede pasar lo que resta de noche viendo la teletienda. Que no sale a la calle si puede evitarlo porque odia el bullicio de las multitudes. Hay quien diría que odia a la misma gente.
Que Ginis habla con silencios; que su rostro es tan inexpresivo como expresivos son sus ojos. Que dice con la mirada mil y una cosas y todas son distintas, desde ¿no te cansas nunca? hasta dame una calada, desde no me apetece hasta me gusta Dostoievski, desde no tengo hambre hasta quiero derretirme en tus labios. Que el contexto hace a Ginis y es a través de él como se percibe la única forma de entenderle. Que vive el momento aunque parece que no disfruta ni un segundo. Que no le preocupa el futuro ni el pasado; el presente tampoco y quienes no le conocen dicen que se limita a vivir. A estar sin estar. A dejar pasar el tiempo. Pero sólo sus más allegados saben que si Ginis pudiera detenerlo, lo haría sin pestañear.
Que si hay algo que detesta, es precisamente eso.
Que sólo una persona lo llama Ícaro aunque son muchas las que lo han visto en ese papel. Sólo una, cuando Ginis es realmente quien es cuando lo interpreta. Que Ginis trabaja en el espectáculo como hace todo: sereno, entregado y vivo, pero cuando vuela se sabe libre. Que cuando vuela, llega al corazón y permanece y cautiva y aturde y enamora. Que eriza el vello de la nuca, arranca lágrimas y vítores, y por una vez en su vida, siente que todo el rechazo se convierte en júbilo, que nada duele tanto. Que es posible ser feliz.
Pero en realidad, nadie sabe que Ginis es Ícaro. Que toca el sol cada mañana con los dedos pero no puede llegar más allá porque la cera se ha acabado rindiendo al calor. Que su vuelo majestuoso ha pasado a ser una caída vertiginosa al vacío. Que no hay regreso posible. Que cada mañana es más difícil respirar, que cada segundo cuenta y hay que vivirlo con tanta intensidad que si no lo controla, se muere. Que a veces corre mientras grita, pasea por alféizares desprotegidos buscando perder pie y caer, que le gustaría estrellarse y acabar con todo en una milésima de segundo para no enloquecer por el dolor, por la rabia, por todo lo que lleva dentro que no es poco. Por todo lo que no puede decir. Por todo lo que calla cuando habla. Por esa sombra que dice Quiéreme y se manifiesta como ojeras profundas bajo sus ojos malvas. Por ese deseo de protección frente a la autodestrucción que supone ser él mismo.
Nadie sabe que Ginis muere cada noche y que se hiere cuando se sabe solo. Nadie sabe que odia y que el mayor receptor de su odio es su propio cuerpo fibroso, que a ratos parece quebradizo. Nadie sabe dónde va por las noches ni por qué, algunas veces, su cabello huele a incienso. Nadie sabe que en las largas noches sin dormir, Ginis ha llegado a rezar.
Que ha rezado por no herir ni ser herido, por desaparecer, por morir, por vivir eternamente, por deshacerse como el polvo, por acabar con la agonía. Que ha rezado por dejar de ser quien es y por seguir siendo él eternamente, por una absolución y por una condena, porque su dolor sea siempre suyo; que ha rezado, Boj Moy, por dejar de rezar.
Pero, en realidad, es imposible que alguien lo sepa.
A fin de cuentas, Ginis nunca habla de sí mismo.